Ecuador vota el domingo 7 de febrero para elegir presidente entre 16 candidatos, 13 de los cuales no llegan a 2% de intención de voto, al tiempo que los otros tres despiertan apatía y un creciente “queimportismo”. Pero el caso peruano es aún peor; acaso sea uno de los más destacados en mostrar cómo las democracias que conocemos están agotando su capacidad de contar con una oferta política atractiva. Y la gravedad de la situación, en el país y en el mundo, hace del menú electoral de abril uno especialmente indigesto.

En el nivel de los candidatos presidenciales no hay uno solo de los 23 –cual sea la decisión final del Jurado Nacional de Elecciones sobre los que penden procesos impugnatorios– que merezca ejercer la jefatura del Estado. A alguno le falta entereza, tal como demostró en un vergonzoso episodio cuando huyó del mini-incendio que interrumpió un encuentro amoroso. Algún otro tiene un récord que incluye un grado académico obtenido mediante una tesis que se sirvió de un plagio que ha sido debidamente demostrado. Hay un ramillete integrado por quienes son, más bien, candidatos a prisión. Entre ellos destaca una señora que parece destinada a ser reconocida como la eterna candidata presidencial. Otro está acusado en un proceso judicial sospechosamente alargado, que en algún momento deberá decidir su responsabilidad en el asesinato de un periodista. Y un ex presidente, cuyas relaciones con los sobornos de Odebrecht son públicamente conocidos, tiene la audacia de presentarse como candidato, como si no pudiéramos recordar lo que fue su gobierno. Finalmente, el que pasa por mejor capacitado es un internacionalmente exitoso vendedor de humo que, varias veces por semana, ofrece públicamente evidencias de su desubicación o su senilidad. Muchos de los restantes ni siquiera exhiben algo presentable en sus hojas de vida.

Todos ellos, eso sí, ostentan una ambición desmesurada, que no guarda relación con sus capacidades. Y a los peruanos se nos pide elegir entre ellos al presidente que deberá conducir el país luego de los varios periodos enlodados –presidentes de la república incluidos– por los escándalos de corrupción cuyas cumbres corresponden a los negociados con la empresa Odebrecht.

Como si nada de eso fuera suficiente para producir en el ciudadano más náuseas que apetito, las listas de los candidatos al Congreso –más de tres mil en total– muestran que algo más de 200 tienen antecedentes en material penal o civil. Entre ellos se encuentran un centenar de sujetos en los que han recaído sentencias condenatorias “por delitos que van desde peculado, malversación, rebelión, además de lesiones, violencia y omisión a la asistencia familiar. De este centenar, treinta postulan al Parlamento nada menos que con el número 1” de sus listas. Solo uno de los grupos políticos en competencia no incluye en sus listas a ningún condenado.

Entre los aspirantes a la condición de padres de la patria, 80 han sido demandados por incumplimiento de pensiones alimenticias y otros cinco lo han sido para que reconozcan a un hijo. En ese selecto grupo hay que incluir a once varoncitos que han sido denunciados por violencia intrafamiliar; de ellos, dos ocupan el primer lugar en la lista que los ha acogido. 118 candidatos, en conjunto, deben casi tres millones de soles al Estado en impuestos que no han pagado; uno de ellos personifica al célebre “Pepe el vivo”: adeuda 800 mil soles. Y, si nos ponemos algo más exigentes, también hay que considerar que entre los tres mil aspirantes a una curul, hay 553 que han sido multados por infracciones de tránsito; 38 de ellos por manejar ebrios o sin brevete, una cifra que sube a 65, contando a los que tampoco tenían SOAT.

No hay partidos sino cuadrillas

Las agrupaciones que han inscrito candidaturas presidenciales y/o parlamentarias no son partidos políticos. Como demuestran los numerosos casos de candidatos con antecedentes penales –y Dios sabe cuántos los tendrán de carácter policial sin haber llegado a juicio–, lo que prevalece en ellos es la congregación de pandillas de oportunistas que, en torno a un cabecilla audaz, tratan de llegar a ocupar cargos con cierto poder para desde allí usufructuar beneficios.

En casi todas las agrupaciones, a sus integrantes no los reúne un programa, un conjunto de propuestas, ni siquiera una idea fuerza –no digamos una visión del país y sus complejos problemas–. Solo los congrega una ambición relativamente compartida, porque incluso ir en una misma lista es algo accidental: cada uno hará campaña por sí mismo y, llegado el caso, una vez elegido cambiará de bancada en otra maniobra oportunista guiada por su propia conveniencia. De hecho, muchos de ellos ya han cambiado de camiseta varias veces antes de la que hoy lucen con desparpajo. Eso es hoy en día la política en nuestro país.

¿En eso consiste la democracia en el Perú? ¿En tener que escoger –porque el voto, que es un derecho, ha sido convertido en deber por una desafortunada disposición constitucional contenida en el artículo 31– entre incapaces y corruptos, a ver si el azar, o un giro impredecible del destino, nos da mejores resultados que aquellos que en los últimos cuarenta años ha producido el derecho/deber del voto?

De allí que en enero las encuestas hayan mostrado la inapetencia ciudadana. De acuerdo a IPSOS, uno de cada cuatro ciudadanos no indica preferencia por ningún candidato (11%) o piensa votar blanco o viciado (14%). La tendencia es algo más acentuada según la encuesta del Instituto de Estudios Peruanos: casi uno de cada cuatro encuestados (22,6%) no votaría por ninguno de los candidatos presidenciales. Ellos integran ese tercio de la población que, según el mismo sondeo, declara no tener candidato por el cual votar. Los resultados de la encuesta aplicada por CPI son similares: votos en blanco y viciados escalan hasta 19,3% tratándose de la elección presidencial y a 22,3% respecto de la correspondiente al Congreso; otro 30,5% de los consultados dijo no tener candidato a presidente. Además, este sondeo pidió calificar a los candidatos presidenciales en una escala de 1 a 20: en el conjunto del país, 68% de los entrevistados les dieron una nota desaprobatoria.

Hay otras dos opciones

Se podría argüir que el problema está en los candidatos y, en ese sentido, el menú que se nos ofrecerá en abril produce rechazo. Y es cierto que el elector menor de 70 años está obligado a votar bajo pena de multa. No obstante, un elector con criterio tiene opciones. En el Perú la opción de la abstención cuesta pero el voto en blanco y el viciado, no.

En Ecuador, los últimos sondeos adelantan que más de un tercio del electorado piensa votar en blanco o viciar el voto. Si lo que se nos ofrece no nos convence, ¿cuál es la necesidad de llevar a un cargo a un incapaz o a un sinvergüenza del que nos quejaremos amargamente unos meses más tarde, como si nos lo hubieran impuesto? En Bolivia, los electores fueron convocados para elegir en 2011 a las cúpulas del sistema de justicia, fórmula ideada por el MAS de Evo Morales para colocar en esos cargos a gentes de su confianza, por incapaces que fueran. El pueblo intuyó el engaño: uno de cada cinco electores no compareció y de aquellos que sí fueron a votar, entre 57 y 61% –según las plazas a elegir– lo hicieron en blanco o viciaron el voto. Resultado: el sistema judicial apareció deslegitimado. Se logró que las aberraciones de los jueces no se ampararan mentirosamente en “la voluntad popular”.

Si a la hora de comer te sirven alimentos insanos, puedes optar por el ayuno. Si la mayoría de quienes voten el 11 de abril decidieran votar en blanco o viciar su voto, el sistema quedaría al desnudo. Esto es, se pondría de manifiesto que carecemos de una dirigencia política capaz de conducir el país, realidad dolorosa que hasta ahora los resultados electorales –producidos por la resignación ciudadana a elegir al “menos malo”– han ocultado, dándole al ganador la engañosa apariencia de estar respaldado por la voluntad del pueblo.