Es una mujer de 43 años que padece polimiositis, una enfermedad inflamatoria que afecta principalmente a personas entre 30 y 50 años, más mujeres que hombres, ocasiona debilidad muscular –que usualmente empieza por cadera y muslos, y continúa por hombros, brazos y cuellos– y empeora progresivamente, provocando tanto dificultad para ingerir alimentos como trastornos respiratorios, hasta inhabilitar por completo al enfermo. No tiene cura.  

En Ana los primeros síntomas aparecieron cuando tenía 12 años, su mal fue diagnosticado al contar con 14 años y desde los 20 requirió usar una silla de ruedas. Pese a ello, estudió Psicología y ejerció profesionalmente hasta que el avance del mal se lo ha impedido. Está confinada en una cama médica y requiere respiración asistida la mayor parte del tiempo. Apenas mueve los dedos y los músculos de la cara, conforme demostró en la audiencia de su caso llevada a cabo en enero. Lo que ella pide es que se le autorice a decidir el momento en el cual su estado le aconseje poner fin a este calvario, que ha descrito serenamente en diversas declaraciones y en su blog, de contenido verdaderamente conmovedor.

Como ha puntualizado, ella podría haber recurrido al suicidio, que la ley penal no puede prohibir. Pero Ana quiere hacer de su caso una lucha por todos aquellos que, al encontrarse en situaciones equivalentes a la suya, reclaman el derecho a decidir sobre su propia muerte para impedir que dolores y sufrimientos crecientes quiten sentido a mantenerse vivo. De allí que haya optado por plantear públicamente su caso para exigir que con ella se haga justicia y se siente así un principio que haga justicia a otros.

Ocurre que el Código Penal peruano contiene dos disposiciones contrarias al reclamo de Ana. En lo que denomina “homicidio piadoso”, el art. 112 dispone que “El que, por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente para poner fin a sus intolerables dolores, será reprimido con pena privativa de libertad no mayor de tres años” y el art. 113 establece que quien ayuda a cometer el suicidio “será reprimido, si el suicidio se ha consumado o intentado, con pena privativa de libertad no menor de uno ni mayor de cuatro años”. La ley bloquea el camino que busca Ana.

La demanda de amparo de la Defensoría del Pueblo

En su búsqueda, Ana Estrada ha encontrado apoyo en la Defensoría del Pueblo, que en este y otros casos ha demostrado una sensibilidad institucional de la que carece el resto del aparato del Estado peruano. La demanda de amparo planteada exige que en su caso “se declare inaplicable el artículo 112” mencionado, “con la finalidad de que ella pueda elegir, sin que terceros sean procesados penalmente, el momento en el cual las [entidades públicas] emplazadas deberán procurarle un procedimiento médico de eutanasia, para el cese de su vida cuando, debido a los intolerables dolores de la enfermedad que padece y a las condiciones de deterioro de su salud que derivan de esta, prolongar su existencia sea incompatible con su dignidad.”

La demanda se apoya en informes médicos que resultan concluyentes con respecto a la gravedad de la condición de la enferma. Frente a esa situación, el doctor Gonzalo Gianella sostiene que es: “el respeto a la subjetividad con respecto al dolor y sufrimiento de cada persona el principal bien a proteger, algo que se enmarca usualmente dentro del respeto de la dignidad y la autonomía de las personas”. En la misma dirección se ha pronunciado el Comité de Vigilancia Ética y Deontológica del Consejo Nacional del Colegio Médico del Perú.

La muy bien argumentada demanda se sustenta en el “derecho fundamental de la Sra. Ana Estrada Ugarte a la muerte en condiciones dignas, así como a sus derechos fundamentales a la dignidad, a la vida digna, al libre desarrollo de la personalidad y, una amenaza cierta e inminente a no sufrir tratos crueles e inhumanos”. Algunos abogados objetarán que el derecho a la muerte digna no aparece en nuestra legislación. Y es cierto. Pero es hora de preguntarse –en este caso, como en otros– si lo que se busca en los tribunales es hacer justicia o es solo aplicar una ley.

En el terreno judicial existe un antecedente de importancia en el reconocimiento del derecho a una muerte digna en Colombia, donde la Corte Constitucional “despenalizó la eutanasia cuando quiera que (i) medie el consentimiento libre e informado del paciente; (ii) lo practique un médico; (iii) el sujeto pasivo padezca una enfermedad terminal que le cause sufrimiento. En esos eventos, la conducta del sujeto activo no es antijurídica y por tanto no hay delito.” Y, como la Defensoría del Pueblo ha recordado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que “no cualquier privación de la vida será reputada como contraria a la Convención, sino solo aquella que se hubiera producido de manera arbitraria” (Caso Ortiz Hernández y otros Vs. Venezuela. Sentencia de 22 de agosto de 2017. Párrafo 103).

El caso ante la justicia

La audiencia llevada a cabo el 7 de enero último –esto es, para un caso cuya urgencia es evidente, casi un año después de que la demanda de amparo fuera presentada el 31 de enero de 2020– solo sirvió, a lo largo de hora y media, para abundar en detalles y escuchar directamente a Ana Estrada justificar su reclamo. Luego, de fuentes judiciales se supo que, dados el siempre invocado recargo en el volumen de trabajo y la complejidad del caso, la resolución del 11º juzgado constitucional de la Corte Superior de Lima tomará algún tiempo.

No es de sorprender ni el retardo que sufre el caso ni la imaginable renuencia para resolverlo. Hace mucho un experimentado abogado litigante me enseñó que, en los casos que para los jueces resultan difíciles –no desde el punto de vista jurídico sino en razón del riesgo que implica resolverlos–, el manejo de los tiempos es fundamental. Así es como determinados procesos de violaciones de derechos humanos se extinguen por la muerte del denunciado, como sucedió con Augusto Pinochet. Así es como altas autoridades denunciadas por corrupción u otros delitos cometidos en la función solo son condenadas cuando su gobierno terminó el periodo. Etcétera.

La dilación de los procesos y la postergación de las decisiones en los “casos que queman” es el recurso al que se echa mano debido a la fortísima aversión al riesgo que padecen nuestros jueces. Decidir si Ana Estrada tiene o no derecho a una muerte digna pone en un trance incomodísimo a los jueces en cuyas manos caiga el caso. Quizá alguno espere que la muerte de Ana –que se halla dentro de lo previsible– ponga fin a su propia penuria vergonzosa.

Pero, además de la aversión al riesgo, nuestros jueces padecen de una incapacidad para servirse del derecho a la hora de administrar justicia. Prefieren, como ellos dicen, “aplicar la ley”, sin atender a que las normas solo son instrumentos para alcanzar fines más altos. Educados en la mayor parte de las facultades de derecho en una versión chabacana de aquello de que “el juez es la boca de la ley”, padecen de severas insuficiencias al manejar los derechos constitucionales –que deben prevalecer sobre las leyes– y tienen carencias aún más graves cuando lo que se requiere para de veras administrar justicia es apoyarse en principios y criterios jurídicos de una elaboración mayor, y no meramente aplicar un artículo de un código.

Siento solidaridad con el reclamo de Ana Estrada pero soy muy escéptico de que esta justicia que padecen los peruanos sea capaz –por sus insuficiencias tanto éticas como jurídicas– de dar una respuesta de altura al desafío planteado. Y en esto deseo firmemente estar equivocado.