Me emocionaba la canción de Alberto Cortez cuando la escuchaba entonada, precisamente, por un amigo muy querido, Mario Campos: 

Cuando un amigo se va
Queda un espacio vacío 
Que no lo puede llenar 
La llegada de otro amigo 

Entendí entonces que el cantautor argentino se refería a la muerte del amigo y viví en carne propia ese “espacio vacío” cuando nos dejó, precisamente, ese extraordinario amigo que era Mario. Pero tuve ocasión de imaginar, primero, y vivir después que la sensación de pérdida era asimilable al caso de la partida de un amigo a tierras lejanas en una época en la que no existían los artilugios de internet, esto es, correos electrónicos ni, menos aún, Skype o los whatsapp. La distancia equivalía entonces a la privación de la amistad.

En estos días he descubierto una tercera forma de apreciar la canción de Cortez. Es el alejamiento de aquel con quien compartimos expectativas e ilusiones durante muchos años y que, de pronto, le vemos enrumbar hacia objetivos que no solo nos resultan incomprensibles sino, lo que es peor, parecen desmentir todo aquello que creímos ver en él. Al tornársenos irreconocible, un amigo también se va.

Cuando un amigo se va
Se queda un árbol caído 
Que ya no vuelve a brotar 
Porque el viento lo ha vencido 

Y entonces, más que vergüenza, sobrevienen tanto el dolor como la perplejidad. De pronto nos asalta la duda: ¿este amigo siempre fue así y no supimos, o no quisimos, darnos cuenta de su verdadera naturaleza, a pesar de las advertencias que recibimos de gentes cercanas? ¿Por qué no pudimos ver en él aquello que otros percibieron con claridad bastante antes?

Cuando un amigo se va
Queda un tizón encendido 
Que no se puede apagar 
Ni con las aguas de un río 

Y si nos consta que él fue alguien distinto al que hoy se muestra a la vista de todos, ¿qué pudo ocasionar su metamorfosis? Me viene a la memoria un caso que, ocurrido hace muchos años, puede servirme de antecedente al de hoy. Fue un brillante alumno y lo llevé a trabajar conmigo antes de que empezara a abrirse un prometedor camino profesional. Un día me comunicó que había aceptado trabajar para un sujeto, ya entonces acreditado como un vendedor de humo y que hoy es candidato presidencial. Con la confianza que da la amistad, le pregunté el porqué y su respuesta se limitó descarnadamente a la suma por la que había sido contratado. ¿Es esto lo que explica también el caso que hoy me perturba? ¿Debemos suponer que quienes hoy son amigos nuestros tienen precio?

Cuando un amigo se va
Galopando su destino 
Empieza el alma a vibrar 
Porque se llena de frío 

Por angustiosa que nos resulte y por mucho empeño que pongamos en ella, la búsqueda de explicaciones no es satisfactoria. Quedamos entonces arrinconados en la incómoda sensación de habernos equivocado al haber confiado demasiado en ese amigo, hasta el punto de defenderlo frente a quienes –con mejor ojo que el nuestro– lo descalificaban.

Cuando un amigo se va
Queda un terreno baldío 
Que quiere el tiempo llenar 
Con las piedras del hastío 

A esta edad ni siquiera se puede invocar la ingenuidad como atenuante. Solo queda desear que esta decepción, que no es la primera, sí sea la última, aunque sepamos que no existe seguro alguno que pueda garantizarlo.