Que en pocos días el Congreso atinara a derogar una ley de la discordia demuestra que el camino de manifestaciones y protestas activas es, en términos reales, la vía a recorrer para que los poderes del Estado respondan. En teoría no debería ser así en un régimen democrático. Pero en el caso peruano es una comprobación lamentable que –como se ha visto en muchas otras ocasiones, incluso con muertos y heridos– los agentes del Estado solo atienden reclamos, que son razonables y justos, cuando se acompañan de graves disturbios y alteraciones del orden.  

Una y otra vez, la reacción estatal se produce, no ante el reclamo por justo que sea, sino ante el desorden. Cuando surge una perturbación amenazante, las autoridades se deciden a atender los pedidos. Sin tumultos que cobren repercusión, las respuestas solo “mecen” a los reclamantes con mesas de diálogo donde se firman acuerdos que no se cumplen.

El presidente Sagasti reclamó, unos días después de la derogación de la ley de promoción agraria, que se use el “diálogo sin coacción”. Si tales diálogos conducen a soluciones razonables de las múltiples demandas sociales que la Defensoría del Pueblo lista, estupendo. Pero si las autoridades a cargo de hacer oídos a ellas se sientan a conversar con el solo propósito de ganar tiempo, en procura de que los demandantes se cansen, lo que harán será incrementar el malestar e incrementar los focos de conflicto hasta llevarlos a exabruptos.

En el caso de la ley de promoción agraria, basta leer su texto para encontrar las razones de la protesta. Aprobada hace veinte años por el régimen de Fujimori, lleva las firmas del dictador y de dos notorias figuras de la época: Martha Hildebrandt y Luz Salgado, y tuvo como objeto establecer un régimen promocional a favor de “las personas naturales o jurídicas que realicen actividad agroindustrial, siempre que utilicen principalmente productos agropecuarios” (art. 2.2). Al efecto, se dispuso que a estas actividades les sería de aplicación una tasa de solo 15% como impuesto a la renta (art. 4.1). El artículo 7 de la ley detallaba las características del régimen laboral, según el cual en las empresas agrarias podía “establecerse jornadas de trabajo acumulativas en razón de la naturaleza especial de las labores”, esto es, por ejemplo trabajar 12 horas diarias durante cuatro días de la semana. A los trabajadores no les era aplicable el salario mínimo vigente sino que su pago mínimo diario era “no menor a S/16.00 (dieciséis y 00/100 Nuevos Soles)”, precisándose que esa “remuneración incluye a la Compensación por Tiempo de Servicios y las gratificaciones de Fiestas Patrias y Navidad”. En enero de 2000 la cotización del dólar era de S/3.37, lo que significaba que la remuneración mínima sin derecho alguno a beneficios sociales era de US$4.47 al día. Además, el derecho vacacional se redujo para estos trabajadores a quince días por año.

A este régimen se le otorgó una duración de diez años, “hasta el 31 de diciembre de 2010” (art. 3). Adelantándose a la fecha de caducidad, en julio de 2006 la ley 28810, dispuso una prórroga: “Los beneficios de esta Ley se aplican hasta el 31 de diciembre de 2021”. Y, a fines de 2019 –esto es, dos años de antes de que el plazo caducara–, el gobierno de Vizcarra recurrió al decreto de urgencia 043-2019, cuando no existía ninguna urgencia, para extender nuevamente el plazo de vigencia “hasta el 31 de diciembre de 2031” (art. 2), con lo cual el régimen “excepcional” hubiera completado treinta años. No obstante, este decreto cambió algunas de las condiciones laborales: llevó a S/. 39.19 el salario mínimo (US$11.80), pero dispuso que el salario básico no podría ser menor a la remuneración mínima vital y llevó a 30 días el descanso vacacional por año trabajado. A comienzos de 2020, otro decreto de urgencia aseguró la atención de los trabajadores por el Seguro Social. Y en julio un simple decreto supremo (006-2020-MINAGRI) dispuso que “las disposiciones del presente Decreto Supremo resultan aplicables a los sectores forestales y acuícola, conforme a lo dispuesto en la Ley Nº 29763”. Las empresas agroindustriales estaban plenamente servidas.

Las ventajas obtenidas por este régimen de promoción han sido extraordinarias, particularmente en el caso de las empresas agroexportadoras, que colocan sus productos en el mercado internacional y han incrementado sustancialmente el ingreso de divisas al país mediante una diversificación de las exportaciones. Los resultados beneficiosos no pueden ser puestos en duda. Pero lo que, desde hace tiempo, sí merece una reconsideración es si los beneficios no deben ser mejor compartidos con los trabajadores que los hacen posibles. Los testimonios vistos en estos días muestran, en palabras de hombres y mujeres del campo, el sacrificio personal que supone trabajar para estas empresas exitosas.

Es ese rostro del tema lo que hizo estallar el descontento en Ica el 30 de noviembre. El nuevo salario mínimo dispuesto para el sector agrícola no hacía mención al pago de horas extras y, según un informe del Centro Peruanos de Estudios Sociales-CEPES, permaneció inalterada la práctica impuesta por las empresas de que “los trabajadores tienen que pagar el transporte a y desde el centro de trabajo, su alimentación y la vestimenta y equipos de protección personal”.

El mismo informe aborda otra práctica viciada que sirve a muchas empresas para evadir el régimen laboral dispuesto en la ley: el uso de empresas intermediarias llamadas “service” que no están sujetas a control alguno. “Si antes de la reforma agraria existían ‘enganchadores’ en las haciendas, hoy existen los service como modernos enganchadores, que facilitan a las empresas agroindustriales y agroexportadoras la elusión de sus responsabilidades laborales. Nada justifica su presencia, máxime cuando estas empresas cuentan con un régimen especial que las beneficia”. Incluso la Asociación de Gremios de Productores Agrarios (AGAP) ha reconocido que las empresas que contratan los service ocasionan que se “está manchando a un sector formal”. Sin embargo, el Estado ineficiente que tenemos no atajó este recurso y se resignó a que las empresas, según reconoció Javier Gallegos, gobernador regional de Ica, Javier Gallegos, el día martes 1 de diciembre, no permitan el ingreso de inspectores de Sunafil a los fundos para cumplir con sus labores de fiscalización laboral. Sorprende que haya tomado más de veinte años que las protestas –antes esporádicas y muy localizadas– solo ahora se hayan extendido hasta el punto de que los padres y madres de la patria se apresuraran a derogar la ley repudiada.

El debate del tema resulta complicado por la existencia de agentes de la derecha bruta y achorada que, en cada ocasión de estas, se preguntan qué agentes malvados se encuentran detrás de las movilizaciones. De este modo los ideólogos de la DBA creen que pueden descalificar toda reivindicación al retratar a los movilizados como títeres de promotores siniestros. De allí la pregunta repetida “¿Quiénes están detrás?”, que lanzan para sembrar la duda y a veces responden con acusaciones sin ninguna prueba alguna.

Cuando los culpables no son genéricamente los comunistas –y entonces se “terruquea” a los protagonistas– se responsabiliza a actores extranjeros, últimamente corporizados en George Soros, quien es presentado como un maligno personaje interesado en apoderarse de las principales empresas del país. Cualquier necedad parece útil para empañar la imagen de las movilizaciones.

Es posible que algunos activistas políticos actúen en las protestas. Es natural que así lo hagan quienes hacen política. Pero estas intervenciones no descalifican a los manifestantes ni invalidan las razones de su malestar. A ver si terminamos de entenderlo: un régimen político incapaz de canalizar demandas sociales provoca ira y conduce al uso de medios violentos. El remedio no está en la mano dura sino en hacer permeables los canales políticos, que existen para servir a los ciudadanos, no para acallarlos.