La candidatura al Congreso pone en evidencia el juego de Vizcarra y permite, en retrospectiva, una lectura de sus actos en el gobierno. Que no estaban dirigidos a promover un cambio como el que necesita el país sino a construir un camino personalmente exitoso. En la política peruana, esto es decir que el expresidente se ha revelado ya como uno más entre muchos otros. 

Martín Vizcarra saltó a la política nacional de la mano de PPK, quien en 2016 lo incluyó en su fórmula presidencial. En ese momento se le reconocía una buena gestión al frente de Moquegua y, por cierto, aún no se sabía nada de sus manejos en materia de obras públicas, relacionados con sus actividades empresariales.

Habiendo sido elegido como vicepresidente, aceptó asumir el cargo de ministro de Transportes y Comunicaciones, y allí saltó el primer escándalo: Chinchero. Esto es, la construcción de un nuevo aeropuerto para Cusco, en un lugar cuestionado tanto por especialistas en aviación como por ambientalistas y arqueólogos. Había de por medio intereses, no solo de quienes se beneficiarían de los sobrecostes que PPK justificó sino de quienes, enterados oportunamente, compraron terrenos a precio agrícola para que el Estado los expropiara y pagara mucho más caros a fin de emprender la obra. Al ser interpelado, Vizcarra tuvo en mayo de 2017 lo que vino a ser su primer encontronazo con el Congreso, entonces renunció y fue premiado con la embajada en Canadá, pese a que no dominaba ni el inglés ni el francés. El negocio del aeropuerto no culminó porque el contrato cuestionado fue finalmente rescindido.

Su estadía en Ottawa no duró seis meses pero allí se gestó su presidencia. Por lo que se sabe, fue consultado y dio su conformidad con el intento liderado a comienzos de 2018 para vacar a PPK, que protagonizó César Villanueva, a quien recompensó inmediatamente después designándolo como primer ministro y posteriormente fuera procesado por sus negociaciones turbias con Odebrecht. Cuando PPK renunció antes de ser vacado, Vizcarra era el primero en la línea de sucesión y juramentó el cargo en marzo de 2018.

Una agenda hecha a partir de encuestas

A lo largo de los 30 meses en la presidencia de la república, Vizcarra gobernó con la mirada puesta en las encuestas: cada tema que surgía como preocupación ciudadana era colocado en la agenda y resultaba objeto de discursos y gestos del presidente. Así ocurrió con la forma en la que se embanderó con la lucha contra la corrupción pero no aumentó significativamente los recursos del Ministerio Público para perseguir a los corruptos. Algo similar vino a ser su declarado objetivo de reformar la justicia –levantado a raíz de la indignación ciudadana por el escándalo de los audios de César Hinostroza en julio de 2018– que, aparte de una comisión a la que se dio un plazo brevísimo para sugerir cambios, no produjo ningún resultado en los dos años siguientes.

Su propuesta de reforma política, basada en el rechazo popular a los legisladores que detectaban los sondeos de opinión, fue motivo para agravar el conflicto con el Congreso. Habiendo llevado el enfrentamiento a un punto muy crítico en torno a la propuesta de reforma que el fujimorismo archivó en el Congreso, Vizcarra se sintió en condiciones de disolver el cuerpo elegido en 2016, sobre la base de una interpretación, cuando menos dudosa, del artículo constitucional 134 que faculta al presidente a dar este paso cuando se haya negado la confianza a dos gabinetes ministeriales.

Vizcarra creyó librarse así de oposición congresal. Pero, esa zancada, como las otras, parecía buscar una popularidad que él no necesitaba para cumplir el periodo de su mandato. Solo ahora esa búsqueda se ha hecho completamente inteligible.

El nuevo Congreso resultó peor que el disuelto en varios sentidos; uno de ellos ha sido la oposición al presidente librada por grupos de interés, tanto legales como ilegales, que estaban –y siguen estando– empeñados en obtener ganancias valiéndose de sus representantes parlamentarios. Considerándolo un obstáculo, contra Vizcarra corrieron dos propuestas de vacancia, una en setiembre y otra en noviembre. En la primera, Vizcarra se resistió con todas las armas disponibles, incluido un recurso ante el Tribunal Constitucional que fue anunciado en ceremonia adornada por los jefes militares en ropa de combate. En cambio en la segunda se limitó a comparecer en el Congreso y, en vez de poner el acento en responder los cargos no sustentados debidamente que pretendían justificar el pedido de vacancia, prefirió atacar a los congresistas, enardeciéndolos al tocar su lado más débil: las numerosas investigaciones que tienen abiertas nuestros padres de la patria.

Al parecer, el entonces presidente calculó en noviembre que le resultaría más rentable ser vacado y salir de la presidencia en olor de multitud, como víctima de una arbitrariedad, que plantarse en firme para completar los ocho meses de mandato que tenía por delante. Entonces asomó su nueva meta: convertirse en una figura política algo más duradera en el escenario electoral del país.

Los malpensados y los arrepentidos

Con el anuncio de su candidatura al Congreso, para las elecciones de abril, se han confirmado los pronósticos de los desconfiados. Con el nivel de popularidad que alcanzó al dejar el cargo, Vizcarra no solo será elegido congresista sino que posiblemente arrastre con él al deslucido candidato presidencial de Somos Perú y a buena parte de su lista de candidatos –no importa quiénes sean– que, súbitamente, se ven como vagones de un tren exitoso.

Que Vizcarra haya optado por Somos Perú no puede sorprender, como no hubiera sorprendido su alojamiento en cualquier útero que tuviera inscripción electoral vigente. Subirse a un partido, como quien toma un microbús hasta llegar al destino que le interesa y entonces bajarse con desparpajo, es parte de la política peruana actual. Nadie le podrá echar en cara haber escogido una agrupación que le conviene para llegar al Congreso, porque muchos vienen haciéndolo en los últimos años.

Los objetivos de la candidatura del expresidente son, cuando menos, dos. De una parte, al ser elegido alcanzará la inmunidad parlamentaria como el escudo que lo protegerá durante cinco años de las investigaciones que lo amenazan tanto por los pagos irregularmente adelantados por el hospital de Moquegua por los que habría recibido una comisión, como por el oscuro caso Richard Swing. Con los muchos cándidos votantes que lo apoyen en abril –y en algún momento vivirán después la decepción frente a este otro ídolo de barro–, el nuevo Congreso no se atreverá a desaforarlo. Entretanto, él levantará la propuesta de acabar con la inmunidad parlamentaria que, de seguir exitosamente toda la tramitación de una reforma constitucional, no tendrá efectos sobre él, que bien lo sabe.

De otra parte, elegido acaso con el mayor voto preferencial, Vizcarra se mantendrá, a punta de gestos, en el escenario cotidiano. Declaraciones, fotos y proyectos se desplegarán cotidianamente durante cinco años como fogonazos encaminados a alimentar su figura como alternativa. Objetivo: elecciones 2026.

Quienes quisieron ver en Martín Vizcarra una alternativa muestran hoy, principalmente en las redes sociales, un tardío arrepentimiento. El expresidente podía engañar a incautos pero no a quienes, con cierta experiencia política, escogieron ver en él la punta de lanza contra el fujimorismo y no quisieron reparar en nada más. Le atribuyeron entonces sus propios objetivos políticos, convirtiéndolo en el prohombre de la regeneración del país e ignorando o atenuando la importancia de las denuncias progresivamente formuladas contra él. En alguna medida, ellos son responsables de haber colocado la ambición de Vizcarra camino a la presidencia en 2026.


(Foto: Flickr Presidencia del Perú)