Había que leerla el mismo día de su aparición –lunes en una época, jueves en otra– y con su información dar carne a las conversaciones limeñas de los enterados: “¿Has leído en Caretas…?”. Surgida en 1950 con el liderazgo de Doris Gibson, la revista se inscribió en la oposición a la dicta-blanda de Manuel Odría, desplegando el uso de fotografías en una proporción inhabitual en las publicaciones de la época. Lo anunciaba en la portada del entonces quincenario: “Ilustración peruana Caretas”. 

Si la sal fue puesta por el dato y el comentario políticos, la pimienta estaba en las llamadas “notas sociales” que hasta entonces había monopolizado El Comercio. El semanario entró en el terreno con la ventaja de contar con acceso garantizado a las reuniones de “sociedad”, lo que permitió mostrar en buenas fotos a las chicas lindas de los sectores pudientes. Aderezaban el menú tanto Héctor Cornejo Chávez –combativo vocero de una Democracia Cristiana radical en su combate a la oligarquía– desde su columna de opinión como los “buenos apellidos” de las páginas de sociedad.

La combinación funcionó durante décadas y fue potenciada cuando Enrique Zileri Gibson regresó de sus estudios en Estados Unidos y asumió la dirección periodística imprimiéndole un perfil liberal. El periodismo de Caretas se basaba en buena información –proveniente en importante medida de los contactos de Zileri y el equipo periodístico– que hacía imprescindible la lectura de “Mar de Fondo” y un estilo moderadamente irreverente, típicamente criollo, sabrosamente expresado en la sección de cartas de lectores: “Nos escriben y… contestamos”.

Se convirtió entonces en lectura semanal obligada de los sectores medios ilustrados y, por supuesto, de todos los actores políticos. Con un perfil a ratos pendenciero, se mantuvo en la oposición a Manuel Prado, cuyo ingreso al palacio presidencial en julio de 1956 ocupó la portada con un titular socarrón: “Volvió el circo”. La revista se alienó políticamente a los sectores oligárquicos cuyos retoños, no obstante, siguieron adornando la sección “Ellos y Ellas” de la revista– y prohijó a Fernando Belaunde Terry cuya elección celebró en 1963.

Combatió sin concesiones al gobierno militar de Juan Velasco Alvarado (1968-1975), lo que le valió varias clausuras; la primera fue motivada por un pícaro titular en portada –“¡Mamita, Artola!”– que, al parecer, aludía al antiguo oficio de la progenitora del entonces ministro del Interior. Caretas no se opuso a las reformas introducidas por el velasquismo sino a la dictadura mediante la cual se las impuso al país. El enfrentamiento llegó a ser una dura animadversión personal entre Velasco y Zileri.

La línea de la revista vio con buenos ojos las contrarreformas de Morales Bermúdez (1975-1980) que desembocarían en la vuelta del país a las elecciones. Su posición frente al segundo gobierno de Belaunde fue positiva, muy marcada por la relación personal entre Zileri y Manuel Ulloa, hombre clave en el inicio de ese periodo. Demasiado amigo de sus amigos, el director también hizo pesar ese defecto en la cobertura dada al primer gobierno de Alan García. No obstante, consecuente con su fe liberal, en Caretas críticos y opositores encontramos lugar.

Testimonio personal

Pisé por primera vez las oficinas de Caretas –en el tercer piso de aquel edificio del jirón Camaná, esquina con el que se llamaba jirón Arequipa y hoy se llama Emancipación– en 1966. Llevé un relato titulado “Historia de una invasión”, que presentaba un episodio de mi experiencia en una comunidad del Cusco –dentro del programa gubernamental de Cooperación Popular Universitaria que llevaba durante el verano a estudiantes al “Perú profundo”–, que fue un episodio importante a mis 21 años, cuando era estudiante de derecho.

En la nota ilustrada por mis propias fotos narraba cómo un reclamo sobre tierras poseídas por una comunidad que fueron apropiadas por un gamonalito de la zona se convirtió, gracias a las influencias de este, en una “invasión” hecha por los comuneros, y así fue retratada por los medios. Me recibió Zileri en su despacho y la nota fue publicada en la siguiente edición.

Muchos años después, en 1983, llegué a la revista de la mano de Augusto Élmore. Él había visto publicada mi renuncia a seguir escribiendo en El Caballo Rojo, que dirigía Antonio Cisneros, luego de que por segunda o tercera vez los llamados “duendes” –que, según se supo después, eran senderistas que trabajaban en El Diario de Marka– sabotearan mi columna. Élmore convenció a Zileri de que se incorporara mi columna a la revista. El director aceptó poniendo una condición que traslucía su vieja querella: “Que no escriba sobre Velasco”. Permanecí 13 años escribiendo en Caretas y publiqué allí muchas notas sobre el general a quien Caretas incluso supo dedicar un suplemento entero, que coordiné, con ocasión de un aniversario del 3 de octubre.

Transcurridas las primeras semanas de ser publicadas mis colaboraciones en el semanario, en las oficinas administrativas me decían que el pago correspondiente no había sido aprobado todavía por “la señora Doris”. Por entonces, la matrona estaba ausente del manejo periodístico de la revista pero ejercía un nivel importante de dominio mediante su firma en las cuentas bancarias. Me comunicaron que ella quería conversar conmigo y entonces me invitó a un almuerzo, cuya frugalidad todavía evoco, en su departamento situado en el mismo edificio del jirón Camaná, creo recordar que en el piso 7.

Nunca tuve claro el propósito de la reunión. Por mi apoyo a las reformas de Velasco me había ganado una fama –que para algunos afiebrados reaccionarios hasta ahora conservo– de ser una suerte de comunista solapado, cuya presencia en el semanario quizá despertaba recelos en la fundadora. El tema de Velasco no fue abordado en la conversación que ella llevó a terrenos generales pero interesantes. Supongo que se convenció de que, según sus criterios, yo era “una buena persona”. Terminado el almuerzo, firmó los cheques.

Mi columna, que empezó como “Este país”, pasó a llamarse “Desde fuera” cuando en 1986 decidí irme del país. Pero en la revista trabajé también en otras tareas. Se me encargó la sección internacional cuando José Rodríguez Elizondo volvió a Chile y en varias ocasiones preparé suplementos especiales. En Caretas siempre me sentí a gusto, pese a que mis textos a menudo proponían ideas contrarias a las de la línea editorial de la revista. Zileri jamás discutió mis contenidos y me hizo sentir honrado cuando me propuso asumir la sub-dirección que entonces se proponía crear. En ese momento ya vivía fuera y no acepté pero, cuando en 1989 volví por un año al Perú, me incorporó al equipo periodístico como encargado del “cierre” semanal de la revista. El episodio que más me impactó en ese periodo fue el aniquilamiento de un contingente de emerretistas en Los Molinos.

Un largo declive

Caretas no asimiló que el país atravesaba por un drástico proceso de mutación. Que, como parte del “desborde popular” señalado por José Matos Mar, sectores sociales distintos a aquellos a los que pertenecían sus lectores adquirían una presencia creciente, que en su momento se hizo también política. Se aferró a los círculos de “la gente como uno” y mantuvo las páginas frívolas cuando no venían al caso en un país con tantos profundos problemas irresueltos.

Poco a poco, sus lectores fueron restringiéndose a las viejas generaciones y la revista dejó de sintonizar con preocupaciones distintas a las de ellas. Enrique Zileri también había envejecido y soportaba algunas críticas internas pero no encontró el camino para dejar de hacer más de lo mismo. Caretas recorrió entonces un largo declive, alimentado –desde antes de la muerte del padre– por rencillas propias de las empresas familiares, que no encontraron camino para resolverse.

Después de haber pasado por muchos años de éxito editorial, el tiraje de la revista había ido reduciéndose y su peso en la opinión pública pasó a ser menos que liviano. Asombra que haya seguido publicándose hasta hace poco y que solo en septiembre de este año la empresa editora haya entrado en liquidación.

Con el cierre de Caretas, que parece ser definitivo, acaba una manera de entender el país que se había hecho obsoleta. La revista permanece en nuestras “galerías de la memoria” como un dato imprescindible del país en el que los actuales viejos fuimos adultos. Así sea.