Quizá es que en nuestra tradición cultural solo hay un lugar tenebroso para la muerte. Pero el hecho es que la mayoría de quienes envejecen optan por negar su inevitable desaparición. Empiezan por disimular o esconder la decadencia –que es tanto física como mental–, como si se tratara de una enfermedad repulsiva. Y en su inconsciencia no engañan a los demás pero quizás sí a ellos mismos. 

Un día es una reconocida personalidad de la cultura que, con más de ochenta años, insiste en sus entrevistas en que está lleno de proyectos, aparentando una energía que –como bien sabemos los viejos– no acompaña a la vejez. Otro día es la vecina que dice que se siente como cuando tenía treinta años, pese a que ha pasado los setenta. En ellos aparece, forzada por la voluntad, la falsa promesa de la eterna juventud y su entusiasmo inagotable.

En ese simulacro que vemos repetirse con alguna frecuencia hay un intento de revolverse contra la muerte, que se sabe próxima pero para la que no parece haber conformidad. ¿Por qué se trata de esquivar, con gestos a veces grotescos, el acercamiento al final inevitable?

Entiendo que en las culturas orientales la muerte se ve con naturalidad. El anciano no pretende que se siente joven, probablemente porque le está reservado un lugar en el que su experiencia es aprovechada por los menores. Entre nosotros, en cambio, el viejo está algo fuera de lugar y quizá es por eso que el abuelo y la abuela pretenden afanosamente que mantienen aquello que en realidad están perdiendo: memoria, agilidad, salud…

A menudo, en nuestras sociedades se explican algunos de los comportamientos habituales por las raíces cristianas de nuestra cultura. No es este el caso. Al prometer otra vida –mejor que esta– como fase posterior a la muerte, el cristianismo alienta de algún modo a encarar sin pena el tránsito. Se predica, al parecer sin mucho éxito, que la vida eterna nos dará lo que no nos dio la terrenal; que las recompensas que no recibimos en vida nos serán otorgadas en abundancia al llegar al reino de los cielos. Si las mayorías en nuestros países se declaran cristianos, ¿por qué la falta de entusiasmo –o, cuando menos, de aceptación– ante la muerte?

A partir de cierta edad todo nos prepara para morir. El cuerpo responde menos y nos notifica así el declive en el que andamos. El mundo cambia de un modo que en ocasiones se nos hace ininteligible y, por lo tanto, nos distancia progresivamente, situándonos en cierta ajenidad. Así como no tenemos las fuerzas que solíamos tener, tampoco vivimos ya en la humanidad para la que crecimos y maduramos. ¿Por qué, entonces, aferrarse a la vida? ¿Cómo no admitir que nuestro itinerario llega a su fin, habiendo tenido el tiempo y algunas oportunidades para hacer algo con nuestra existencia?

Me sigue sorprendiendo ver ancianos en evidente decrepitud que hacen planes como si su permanencia en la vida estuviera asegurada. Son gentes que se niegan a admitir aquello que la pandemia está poniendo ante nuestros ojos: porque somos viejos somos más vulnerables. Me resulta incomprensible la resistencia de muchos mayores a proyectos –que afortunadamente se van abriendo paso en algunos países–para que cada quien, en atención a su estado, decida voluntariamente cuándo poner fin a sus días.

No somos inmortales como los superhéroes de los comics. Y más nos vale aceptarlo de buena gana.