La mentira ha sido usada desde que hombres y mujeres existen, con el propósito de procurar un beneficio a quien se sirve de ella. Así ha sido en las relaciones personales –traicionando lazos familiares y amistades de confianza–, echando mano a la llamada mentira piadosa –por ejemplo para ocultar su gravedad al moribundo– o aprovechándose del parentesco para privar a alguien de sus bienes. Y, desde luego, así se ha empleado en la esfera pública. Pero el engaño parece haber arribado a otra escala mediante el uso de las redes sociales, que lo han expandido de manera tan amplia como perniciosa. 

Es imposible rastrear los orígenes de la mentira como razón de Estado. Platón anotó, sin arriesgar opinión: “Me parece que los magistrados a menudo se ven obligados a recurrir a mentiras y fraudes en interés de sus súbditos» (República, IV, 459, d). Maquiavelo fue mucho más enfático al prescribir: “un señor prudente no puede, ni debe, mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se vuelva en contra suya y hayan desaparecido los motivos que le obligaron a darla” (El Príncipe, cap. XVIII). Y en la Alemania nazi Joseph Goebbels institucionalizó el engaño desde el Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda. En ese martilleo oficial de una falsedad hasta que muchos la aceptan como verdadera está el antecedente moderno de la práctica que Donald Trump realiza a diario a través de Twitter.

La amplia cobertura de las redes sociales –y la ilusión de acceso a la información que crean– permite a actores cínicos inventar noticias, falsear datos, en suma sostener cualquier cosa que convenga a sus intereses y permanecer impune. Pero las redes también han abierto el engaño masivo a la autoría de cualquiera, a menudo desde el anonimato.

Las mentiras en torno al Covid-19

La pandemia del Covid-19 es ahora el marco en el cual se desenvuelven todo tipo de patrañas disfrazadas de noticias. Trátese de hechos alarmantes, responsabilidades fabricadas o tratamientos milagrosos, las redes están plagadas de embustes en torno al virus. Las técnicas disponibles permiten a cualquiera trucar fotos para apoyar el engaño. En España, una excelente web (maldita.es) está dedicada a investigar, y en su caso desmentir, la nube de falsedades que están en circulación. Cada semana son decenas las “noticias” desmentidas luego de una averiguación minuciosa.

Pero nada evita que los incautos, o quienes quieren creer las barbaridades que reciben, las hagan suyas. Recientemente, manifestaciones públicas en Berlín y en Madrid han contado con algunos miles de gentes alimentadas por la maldad de quienes propagan la idea de que el virus no existe, las mascarillas son peligrosas y –ya se adelantan– las futuras vacunas son engendros destinado a enriquecer a alguien y/o a causar resultados nefastos.

En esas filas marchan, por cierto, los propensos a creer en las teorías conspirativas. Son ellos el producto de sistemas educativos masificados que no adiestran a reflexionar críticamente. Son gentes que optan por explicaciones fáciles, provengan de algún culto religioso o de un personaje como Miguel Bosé. Las redes aportan lo suyo. Como dice Michela Mugia en Instrucciones para convertirse en fascista, las redes contribuyen a "minar todo principio de jerarquía entre las opiniones a fin de que no se pueda distinguir entre lo verdadero y lo falso". Ese es el empujón al vacío que reciben en las redes quienes no tienen criterio para distinguir un dato de una ocurrencia estúpida.

Motivos para engañar

De vez en cuando me imagino a quien, en soledad frente a la computadora, concibe una de esas mentiras en circulación, busca fotos, escoge un formato atractivo y redacta el engaño. Hay maldad en ese comportamiento, sin duda, pero resulta difícil explicar cuál es su motivación.

Más sencillo de explicar es el caso del uso político del engaño, que simplemente obedece al viejo principio de el-fin-justifica-los-medios. Lo más frecuente ha sido la negación, de la cual tenemos tres dramáticos ejemplos en el siglo XX: el genocidio armenio perpetrado hace cien años por Turquía, cuyos sucesivos gobiernos han calificado las masacres como una patraña; el holocausto judío hasta ahora desmentido por grupos neo-nazis; y las matanzas de cientos de refugiados palestinos en Sabra y Chalila, en 1982, por milicias cristianas que asesinaron ante la mirada impasible del ejército israelí. Según fanáticos adoctrinados, estos crímenes horrendos nunca se produjeron.

La otra vertiente del engaño es la que produce mentiras de cierto calado. El periodista Ángel Munárriz recordó hace poco la invención de “Los protocolos de los sabios de Sión”, que en 1902 fabularon un complot judío para dominar el mundo y alcanzaron un efecto duradero. En estos tiempos el presidente Jair Bolsonaro ha sostenido que una conspiración izquierdista ocultó los éxitos de dos décadas de dictadura militar en Brasil (1964-1985). Y, como se ha anotado, Donald Trump es una verdadera fábrica de embustes, cuya producción se multiplica en estos días ante la certidumbre de que su autor no podrá ganar en noviembre. Esto ha llevado a Facebook a prepararse para contrarrestar en la red la acusación de fraude que previsiblemente el presidente, al ser derrotado, lanzará contra los resultados electorales.

Un libro reciente ayuda a comprender la trascendencia de este fenómeno. Jason Stanley en Facha: Cómo funciona el fascismo y cómo ha entrado en tu vida apunta que, en medio de noticias falsas ampliamente difundidas y teorías conspirativas que las explican: " los ciudadanos ya no tienen una realidad común que les sirva de telón de fondo para poder reflexionar democráticamente". Es decir, la democracia está perdiendo su materia prima: los ciudadanos enterados y reflexivos de cuyas opciones depende el rumbo de su sociedad.

La extrema derecha apunta en esa dirección. Alienta una rebelión “contra el sistema” que, como ocurrió en Alemania hace noventa años, rechace cualquier racionalidad, prescinda del lenguaje de derechos y los lleve al poder.

Estamos relativamente desarmados frente a esa ofensiva. Es más fácil creer en una mentira que razonar contra ella. El “tuit” que da como hecho una falsedad es absorbido con mucha mayor facilidad que un texto como este, que probablemente resulta ineficaz para combatir esta otra pandemia, tan o más peligrosa que la del virus Covid-19.