Españoles de más de una generación han pasado de la sorpresa a la indignación y la ira para, luego de atravesar algunas turbulencias, aterrizar en la depresión. Juan Carlos, el monarca de la transición, ha quedado expuesto como un gran sinvergüenza. En la percepción de muchos ha pasado de ser un Borbón a ser un bribón. Y quienes creyeron en él como un rey campechano con el cual se podía identificar a España están ahora desorientados, abrumados por las evidencias que les demuestran haber sido engañados, abatidos en el sentimiento de quien ha sido estafado por ser crédulo. 

Una vez más, recurro a Ribeyro: “Un amigo me revela negligentemente, como si de nada se tratara, algo que ocurrió hace años, muchos años y de pronto siento dentro de mí un derrumbe de galerías. Zonas íntegras de mi pasado se hunden, se anegan o se transfiguran. Esto me sirve para comprobar que no somos dueños de nada, ni siquiera de nuestro pasado.” Esto es precisamente lo que les ocurre en estos días a amigos míos, entre los cincuenta y los ochenta años de edad, que creyeron tener situado, muy claramente en las galerías de su memoria, a un rey que había optado por el futuro democrático de España traicionando, para bien, el encargo que le hizo el dictador Francisco Franco al instaurarlo como sucesor. Aunque el buen traidor jamás ha condenado los crímenes del franquismo, como recuerda el hispanista irlandés Ian Gibson.

Conforme se ha revelado, el ex monarca era un malandrín que se procuró, entre los llamados “padres de la Constitución”, una garantía espuria: la “inviolabilidad” que consagra el artículo 56 del texto que en 1978 parió la naciente democracia española. Jurídicamente incomprensible –porque la inviolabilidad es una condición asignable a la correspondencia o al domicilio pero no a las personas– esta fórmula buscó, con la complicidad o la negligencia de los políticos, garantizar al rey un estatuto por encima de los demás españoles, esto es, más allá de la ley. Nada de lo que hiciera sería susceptible de ser juzgado.

Si bien el texto podría haber sido interpretado sanamente como inmunidad respecto de los actos ejecutados en el ejercicio del cargo, los juristas partícipes de esta conjura para delinquir –algunos de ellos ubicados estratégicamente en el Tribunal Constitucional y no pocos en respetadas alturas académicas– han adherido al criterio de que nada de lo que haga el rey puede ser materia de investigación y persecución por la justicia. Ahora se ha hecho claro el objetivo: los delitos que cometiera no podrían ser perseguidos. Juan Carlos hizo de las suyas –rodeándose de un círculo de amistades donde se alojaron una serie de personajes despreciables– y fueron muchos los que se plegaron al pacto de impunidad.

Entre los participantes del acuerdo tácito que abrigó los actos del ex monarca estuvieron los medios de comunicación, que callaron toda noticia proveniente del exterior acerca de la inmensa fortuna inexplicablemente acumulada por su majestad y presentaron como provechoso para el país el desempeño de Juan Carlos como gestor de los intereses de las empresas españolas en el exterior. Los medios españoles ocultaron cualquier indicio que apuntara a que el monarca cobraba comisiones por esa labor y hasta no hace mucho omitieron cualquier información acerca de su fortuna personal, que The New York Times en una nota publicada en septiembre de 2012 estimaba en 2300 millones de dólares.

En el pacto de complicidad no estaban los miles de españoles que no repararon en la picardía del artículo constitucional escrito para garantizar impunidad al rey. A ellos se les hizo creer que fue la intervención de Juan Carlos lo que frustró el golpe del 23 de febrero de 1981, episodio que todavía está envuelto en dudas. Ellos creyeron que Juan Carlos era el prohombre de esta democracia de cuatro décadas. La creencia fue alimentada por diversas complicidades. Mañosamente, se identificó la figura de Juan Carlos con la democracia. Hasta hoy en día intenta hacerlo en público alguno de sus colaboradores. Y no falta quien insinúa groseramente que tener un rey es preferible a una nueva guerra civil. Estas maniobras argumentales, como la de la inviolabilidad, buscan encubrir los delitos cometidos por su majestad como si fueran el precio de tener un régimen democrático o disfrutar de paz.

Ningún argumento retórico puede aliviar el desengaño sufrido por millones de españoles. Se ha repetido una y otra vez que muchos no eran monárquicos pero sí “juancarlistas”. Quien fue “juancarlista” hoy se siente traicionado. Y no sé si importa mucho que el rey haya huido para encontrar refugio entre sus socios del Golfo Pérsico, si una fiscalía española remolona se atreverá o no a indagarlo por los crímenes que han sido rastreados por la justicia suiza y, en ese hipotético caso, si finalmente Juan Carlos será juzgado o no por sus raterías. La depresión, que ha revelado a muchos que no eran dueños de su pasado, solo será superada con mucha dificultad.