En medio de la crisis que se vive debido a la pandemia, se descubre que un ministro hizo lo que no debía o que no hizo lo que debía. La opinión pública se encrespa, políticos y comentaristas demandan explicaciones y uno de sus colegas de gabinete sale con el paraguas preparado: “Este no es el momento de buscar culpables sino…” y señala con urgencia en otra dirección. La escena se repite una y otra vez.
En estos casos me pregunto invariablemente cuándo es el momento. Escribía una columna en Perú 21 cuando murió Juan Pablo II, en 2005. El texto de ese domingo lo dediqué a un apretado balance de los 26 años de su papado. La página fue la última de siete u ocho dedicadas al pontífice, llenas –todas las otras– de acongojadas loas. La mía, como es de imaginarse, fue bastante crítica en torno a su actuación en el Vaticano. Al día siguiente, estaba en una reunión de trabajo cuando me interrumpió una llamada urgente de un amigo de mi mujer que en tono subido quería quejarse –seguramente, haciéndose portavoz de sus familiares del Opus Dei– por mi comentario. Por supuesto, no quería discutir los argumentos; se limitó a alegar una y otra vez “Este no es el momento”.
Si la muerte de un personaje no es el momento para enjuiciar su actuación –sino para elevarlo hipócritamente a los altares, como se acostumbra hacer en el Perú–; si una crisis de la magnitud que vive ahora el país con el Covid-19 no es el momento para encontrar responsables de errores que cuestan vidas, entonces cuándo es el momento.
En realidad, no es que no sea el momento. Es que no se quiere poner el cascabel al gato. En el lugar común de “no es el momento” se busca una escapatoria a fin de que no se encuentre responsables… nunca. “Este no es el momento” es una manida excusa del ejercicio de todo poder que no quiere ser vigilado.
La consecuencia social de esta extendida práctica social –y no solo política– es que finalmente no se produce el enjuiciamiento de la actuación pública sino cuando, de mala fe, se quiere perjudicar a alguien. Resulta paradójico, por decir lo menos, que un ministro que deja el cargo en el Perú tenga que soportar durante un largo periodo los procesos judiciales que algunos enemistados –usualmente en razón de intereses particulares afectados– le plantean sin esperanzas de ganar el pleito sino, más bien, con el propósito de no dejarlo en paz.
Recurrir al “no es el momento” para escurrir el bulto no es algo propio del Perú. Se usa en muchos lados. Por ejemplo, en España –de donde Juan Carlos I acaba de salir sigilosamente en medio del escándalo ocasionado por la revelación de sus desmanes– crece ahora el sentimiento anti-monárquico y empieza a tomar ímpetu el reclamo por un referéndum que consulte la opción monarquía/república. A los encubridores de las fechorías reales no se les ha ocurrido mejor idea que anteponer el “este no es el momento” como parachoques del rey anterior y del actual, que queda inevitablemente salpicado por los desenfrenos de su padre. No queda claro si la alegada deshora tiene que ver con la pandemia que en estas semanas vuelve a extenderse en la península o con el desplome de la economía y del empleo. De todos modos, se echa mano de la muletilla.
Me pregunto si en Líbano, ante la deflagración ocurrida –que según las informaciones publicadas tiene origen en una negligencia de las autoridades que se prolongó durante seis años– habrá quien diga que no es el momento de encontrar responsables porque hay que prestar atención a muertos y heridos. Esquivando el riesgo de ser cómplice de la hecatombe, el primer ministro Hassan Diab prometió el mismo día de la explosión: “Los responsables pagarán por esta catástrofe”.
La invocación que sugiere esperar a un mejor momento pretende ser razonable, formulándose en tono solemne como un llamado a la serenidad y la cordura. Busca así sintonizar con cierto sentido común, condescendiente con quien se ha muerto o ha caído en desgracia. No nos engañemos: tras ese ropaje de sensatez se disfraza maliciosamente una salida hacia la impunidad.