Pudo ser la influencia del mayo ’68 parisino que había llamado a las fuerzas contestatarias del mundo al “realismo de pedir lo imposible” –que alguien tuvo la ocurrencia de atribuir al “Che” Guevara–. O tal vez, simplemente, fue que las izquierdas nunca tuvieron claro en qué consistían las posibilidades y los límites de gobernar. El hecho es que nuestros grupos de izquierda en el Perú se orientaron en la dirección de “Avanzar sin transar en la lucha popular”, según se coreaba en marchas verdaderamente masivas, sin reparar en las consecuencias de la consigna. 

Puede argumentarse que el origen estaba en el mismo Carlos Marx, cuando escribió aquello de “El cielo no se toma por consenso sino por asalto”. A qué se referiría con esa imagen el creador del marxismo, que no era un político. En cualquier caso, convertida la alegoría en táctica, llevó a nuestras izquierdas a la derrota en su propósito estratégico de cambiar el país.

En el curso de pocos años, la izquierda echó a perder sus posibilidades. En las elecciones de 1978 para una asamblea constituyente, los grupos de izquierda sumados –solo en una operación aritmética, dado que competían entre ellos, atrincherados en diversas listas– obtuvieron un tercio de los votos. Dos años después, en las elecciones presidenciales la suma de votos por la izquierda rozó el 15%, pero en 1985 la candidatura presidencial de Alfonso Barrantes obtuvo el 24.7% de los votos. En las elecciones presidenciales de 1990 –disputadas en segunda vuelta entre Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori– los actores de izquierda no aparecieron como personajes principales en la competencia política. Habían pasado de ser protagonistas a constituirse en meros actores de reparto. Que es el papel al que desde entonces han quedado circunscritos.

Pese a hallarse apertrechada de conceptos gestados para realidades muy distintas y lejanas a la realidad del país, la izquierda se había encontrado en la década de los años sesenta con una oportunidad extraordinaria. El Perú era un país movilizado a partir de las reformas emprendidas por el gobierno de Juan Velasco Alvarado que, al resultar insuficientes para las demandas sociales, dejaron una puerta abierta a quien pudiese tomar la posta. Los partidos tradicionales no estaban en las mejores condiciones para cogerla; ya habían empezado el debilitamiento que años después los sacaría de escena. Fernando Belaunde Terry fue elegido en 1980 porque no hubo mejor candidato y su pobre segundo gobierno vino a confirmar lo que se había probado en el primero: no era el líder del cambio que el país reclamaba.

Los partidos de izquierda –multiplicados en una cambiante sucesión de siglas– equivocaron su lectura de la situación. Estaban frente a un país rebosante de resentimientos, desconfianzas y deudas sociales por cobrar, que interpretaron como un masivo despertar de la conciencia de clase. Esa interpretación fue llevada a un extremo sangriento en 1980, por la versión aventurera del marxismo que encabezó Abimael Guzmán. Los demás partidos –que durante años hablaron de la lucha armada sin atreverse a llevarla a cabo, salvo los pequeños grupos que auspició el régimen cubano– se dedicaron a fomentar las luchas encaminadas a lograr conquistas sociales, especialmente en sindicatos urbanos y en organizaciones campesinas.

En esas luchas se aplicó, una y otra vez, el criterio de exigir lo imposible. En mi muy escasa experiencia como abogado, tuve ocasión de tropezarme con esa táctica en un escenario peculiar. Siendo profesor en la Universidad Católica, los organizadores de un sindicato –que hubo de prepararse en secreto y fue considerado por las autoridades como una herejía– me solicitaron asesorar la negociación de su primer pliego de reclamos. En este, como era usual, fueron incluidas una serie de demandas razonables; y se sumó otras que no lo eran tanto, pero cuya función era poder retirarlas como una concesión en el momento en el que pudiera llegarse a un acuerdo en torno a lo que de veras importaba. Cuando ese momento llegó –y el sindicato obtuvo de las autoridades mejoras verdaderamente sustanciales– la mayoría de la dirigencia se inclinó por firmar el acuerdo. Pero quienes eran afiliados a partidos de “la nueva izquierda” se negaron en redondo. No entendí esta posición. Me faltaba ver más.

Y pude verlo en los años siguientes. Desde otros roles pude constatar cómo los cuadros políticos de esa izquierda radical llevaban siempre la lucha no a las mejores conquistas posibles sino a un punto más allá, esto es, al lugar que la contraparte –“la patronal”– no habría de aceptar. En varias ocasiones, la agitación desarrollada en el interior de los sindicatos llevó a estrellar la lucha de los trabajadores con una negativa de la otra parte, a quien se exigía precisamente aquello que no podía ceder. Y esto era un juego consciente, no un mal cálculo sino uno premeditado, que en ocasiones incluso costó vidas.

En la lógica de la nueva izquierda, exigir aquello que, según un cálculo sereno, no podría obtenerse tenía un objetivo “educativo”: mostrar a los trabajadores el “carácter de clase” del enfrentamiento contra el capital, que rechazaba las demandas obreras. Así se desarrollaba, según este razonamiento, la conciencia de los trabajadores.

Como se demostró en los hechos, esas bases movilizadas –sobre las cuales se auparon los cuadros partidarios de la izquierda, disputando entre ellos situarse en la cresta de la ola– buscaban mejoras concretas y efectivas en sus condiciones de vida, comenzando por salarios mayores. Pero las izquierdas condujeron al movimiento reivindicativo al desbarrancadero en más de una ocasión. Y, de paso, los partidos que habían intentado “orientar” esas luchas, quedaron desacreditados en razón de su ineficacia.

Esa orientación “reformista” del movimiento popular que la izquierda encabezó fugazmente explica cómo, al cabo de algunos años, las “bases populares” de la izquierda en las barriadas –en las que se había querido ver una promesa revolucionaria– mostraron su disponibilidad a los mecanismos clientelistas que montó el fujimorismo para manipular a los pobladores. Los efectos de ese proceso se mantienen hasta hoy: en los sectores oprimidos el fujimorismo ha recogido, y todavía recoge, una importante porción de votos.

Cegada por la ideología aprendida en libros y manuales, la izquierda no entendió lo que, en los años críticos de fin del siglo XX, el peruano que se esperanzó en ella esperaba de su liderazgo. Tres décadas después de ese fracaso, los grupos de izquierda existen –y reproducen sus enfrentamientos esporádicamente– pero no están destinados a ser una alternativa porque nunca comprendieron cómo podían llegar a serlo.