En estos días he leído varios trabajos que examinan la eficacia de determinada normatividad jurídica. Esto es, buscan responder a la pregunta sobre la medida y forma en las que una disposición legal, o un conjunto de disposiciones, (no) alcanzan efectividad en los hechos. Casi todos ellos llevan a una conclusión clara: en el país existen numerosas normas legales cuya vigencia efectiva es cero o cercana a cero. 

Los casos analizados por estos trabajos tocan áreas muy diversas. Uno de ellos examina la paradoja de una regulación detallada sobre la publicidad estatal, que en la práctica no se cumple por los funcionarios del Estado. Durante los dos años estudiados, los ministerios no produjeron ni la justificación de las contrataciones que la ley exige formalmente, ni los objetivos concretos y medibles que pide, ni los indicadores de resultados y las evaluaciones que requiere. La utilidad de un marco regulatorio estricto y preciso, que podría impresionar favorablemente al lector desprevenido, tiene escasa o nula utilidad en manos de los propios funcionarios del Estado, que hacen con la publicidad estatal lo que se les antoja.

Otro trabajo consiste en un análisis exhaustivo de lo ocurrido con aquellos casos planteados a la autoridad del INDECOPI por tratarse, según los denunciantes, de publicidad que atenta contra los derechos de la mujer reconocidos en dos convenciones internacionales de las cuales el Perú es parte, en disposiciones constitucionales y en la legislación referida a la publicidad. 33 resoluciones del INDECOPI fueron analizadas y en 32 de ellas, pese a las evidencias de las piezas publicitarias cuestionadas, la autoridad no aplicó el frondoso marco jurídico existente sino echó mano a criterios que, a todas luces, respondían al interés de las empresas denunciadas y sus agencias publicitarias. Ni siquiera los tratados internacionales firmados por el país –que según el Tribunal Constitucional tienen el pomposo rango de ser parte del bloque de constitucionalidad– tuvieron importancia alguna para decidir sobre los casos.

Un tercer caso es el de una comunidad campesina, cercana a Huancayo, en el que se efectúa un seguimiento detallado del proceso recorrido por propiedad comunal, propiedad particular y posesión. En ese proceso, la batalla por la titulación es una fase de lucha importante, que pareció llegar a un momento clave cuando el Estado tomó a su cargo la tarea de sanear los títulos de propiedad sobre la tierra. Veinte años después, la invasión de quienes migraron a la zona huyendo de la actividad subversiva, la acción creciente e impune de los traficantes de tierras y la facilidad con la que se compran decisiones de jueces de paz y otros funcionarios públicos conducen a que la única manera de conservar el disfrute de una parcela sea permaneciendo en ella. La inoperancia y el fracaso de la ley hacen que no haya otro medio de evitar robos, tráfico de terrenos y acciones de desposesión.

En realidad, la conclusión sobre las leyes que no tienen utilidad efectiva solo a primera vista puede sorprendernos. Somos herederos de una tradición en la que tanto “la ley se acata pero no se cumple” como “hecha la ley, hecha la trampa” son proverbios que usamos con frecuencia. Y hoy en día sabemos que ni siquiera la “ley de las ocho horas”, para obtener la cual los trabajadores lucharon en las calles hace un siglo, está vigente en la práctica. Entonces, si esto es así, ¿por qué es que seguimos pidiendo nuevas leyes, cambios legales o incluso reclamamos la dación de reglamentos, de los cuales podemos predecir que no se cumplirán?

Durante décadas hemos visto reclamos planteados por movimientos sociales que exigían cambiar una u otra ley, o modificar un reglamento. Aún hoy, cada vez que ocurre algún delito llamativo, surgen voces que reclaman nuevas leyes que los castiguen. Cuando una autoridad incurre en alguna arbitrariedad o exceso, no falta un abogado que encuentre audiencia al sostener que el problema se solucionaría si se modificara alguna disposición de la ley. Solo por excepción, en una entrevista o en una discusión agria, alguien se atreve a recordar lo que todos sabemos desde nuestra propia experiencia: el Perú está lleno de leyes que no se cumplen, conforme han verificado documentadamente los tres trabajos que pude leer en las últimas semanas.

En el nuevo congreso ya se han planteado propuestas entusiastas para modificar la Constitución, o incluso cambiarla por entero, como si la vida del país fuera a experimentar alteraciones fundamentales con un nuevo texto constitucional. Como la inocencia de los actores políticos no puede presumirse, debemos entender que ellos hacen la propuesta no por bobalicones sino por cínicos: apuestan a ganar a algún electorado –este sí bobo– dispuesto a creer en que el cambio puede ser útil para mejorar la vida de los peruanos.

Oportunismos e ingenuidades aparte, la pregunta subsiste: ¿qué tiene la ley como para seguir haciendo creer al ciudadano peruano medio, e incluso al ilustrado, que vale la pena exigir su modificación o sustitución? ¿Por qué la experiencia repetida con normas sistemáticamente incumplidas no lleva a una actitud escéptica frente a las disposiciones legales, similar a la que se ha ido desarrollando en el Perú respecto de los políticos profesionales, que nos decepcionaron una y otra vez pero que, finalmente, perdieron toda credibilidad?

Es verdad que, en algunas de las luchas sociales dadas para obtener una ley que reconozca determinados derechos, la norma finalmente conseguida ha proporcionado un recurso argumentativo mejor para defenderlos. Los oprimidos –fueran indígenas, trabajadores o mujeres– han robustecido posiciones al contar con una disposición legal de su parte. Pero si ese fortalecimiento discursivo no logra la eficacia necesaria para producir resultados –esto es, cambios en las conductas que la ley pretendía alterar–, en definitiva, no sirve de mucho; e incluso puede resultar engañoso.

Después de tantos años invertidos en estudiar el fenómeno jurídico, no atino a encontrar una explicación satisfactoria a esta doble interrogante. De un lado, si la ley no está hecha para ser cumplida, cuál es su verdadero papel; y de otro, si la experiencia nos enseña que el incumplimiento de las leyes no es, entre nosotros, excepcional sino habitual, por qué seguimos esperanzados en que el siguiente cambio de esta o aquella ley produzca algún resultado efectivo.

(Foto: Adeprin)