El reciente debate generado por los contenidos de una emisión del programa Aprendo en Casa se ha centrado en la discriminación que padecen en el país quienes no se expresan en el habla limeña. Es una vieja tara que corresponde a las profundas diferencias que, como herencia de los conquistadores, la sociedad ha construido para jerarquizar a unos peruanos sobre otros. En el ardor de la discusión, sin embargo, parece haberse confundido el hecho de las múltiples hablas del castellano en el Perú con el valor de la diversidad cultural. 

Por supuesto, en el mundo se hablan diversas formas del castellano. Cuando se viaja de un país a otro en América Latina, es preciso aprender palabras, formas de decir las cosas y acentos que son propios del lugar. Pero en cada uno de esos países o regiones, quienes usan ese castellano diferenciado pueden comunicarse entre sí de manera inequívoca. Esto es, el castellano que se habla en Argentina es claramente distinto al de México o al de esta o aquella región de Colombia, pero en cada lugar de esos no hay un castellano de cada quien.

Los “castellanos” con los que los peruanos se manejan no parecen corresponder a rasgos culturales propios de una región determinada o una herencia cultural específica. Son, más bien, maneras deficientes de utilizar la lengua que –pese a la importancia del quechua y el aymara– es la más extendida y tienen en común la mayor parte de quienes habitan en el territorio. Maneras que, debido a su disparidad, conllevan dos problemas serios: uno en la comunicación y otro en el pensamiento.

En la conversación con Mario Montalbetti incluida en el volumen ¿Qué país es este? aparece el tema del habla actual en el Perú, planteado no como riqueza sino como dificultad. Suscité el punto cuando compartí con el lingüista mi perplejidad al escuchar del conductor de un programa dominical de televisión –esto es, no a una vendedora ambulante– frases cuyo significado preciso se me escapaban. Los ejemplos provenientes de la lectura de la prensa se multiplican cada día.

Montalbetti señaló “la producción de un castellano –en Lima, y en el Perú en general– que hacemos entre todos y que es un desastre. Es un castellano que ya no distingue, que no hace diferencias, que casi no refiere”. Convinimos en que hoy la lengua en el Perú no facilita la comunicación. Las imprecisiones en el uso del lenguaje llevan al malentendido constante, a que cada uno hable para sí mismo y no para que otros lo entiendan, a que cada quien interprete, como pueda, lo dicho por su interlocutor.

Los “castellanos” –no me refiero al acento serrano o selvático sino a esas formas de expresión imperfecta que la mayor parte de los peruanos practica– corresponden a un “yo me entiendo” que, en definitiva, ignora al otro. Si cada uno –quien habla y quien escucha– tiene “su castellano”, la comunicación es solo aparente y el diálogo no es posible. Algo de eso se ve en la vida pública peruana. Y cuando esto es una práctica general –en diversos ámbitos y en todos los niveles sociales– estamos ante un severo problema de comunicación que no puede ser vestido como diversidad cultural para, así disfrazado, presentarlo como riqueza.

Pero, incluso antes de ser un problema para llegar al otro, el habla rudimentaria es portadora de un pensar rudimentario. Y por eso es que estamos ante un fracaso monumental de la educación peruana: las limitaciones para expresarnos revelan las limitaciones para razonar. Once años de colegio diario y, a menudo, varios años más de universidad no cultivaron la aptitud para expresarse y, tras ella, la capacidad para pensar. La forma en la cual la mayor parte de los peruanos desenvuelve “su castellano” delata una elaboración tosca, poco elaborada, del pensamiento. Es eso lo que aparece no solo en la calle sino en los medios de comunicación, incluida la prensa escrita.

“Escribir es una forma de conocimiento”, sentenció Julio Ramón Ribeyro. Cuando escribimos, más que cuando hablamos, el producto no es algo que ya habitaba dentro de nosotros y que, simplemente, ponemos en negro sobre blanco. Escribir es una tarea similar a la del artista que da forma a algo que tenía como intuición pero que solo alcanza un perfil exacto al ejecutar la obra.

Con el habla ocurre algo semejante, aunque en un nivel menos elaborado. Al dirigirnos a otros, formulamos nuestro pensamiento; ante la necesidad de hacernos entender por el interlocutor, organizamos (o no) aquello que “tenemos en la cabeza”. El habla culta no consiste en cierto nivel de refinamiento en expresiones o giros, del cual la huachafería nacional se sirve para impresionar al interlocutor. El hablar y el escribir cultos requieren cierta exquisitez en la capacidad de expresarse a través del lenguaje, que muestra un nivel de excelencia en el razonamiento.

Ciertamente, el peruano de hoy está muy lejos de eso y, en una importante medida, no es culpable de ello. Diversos factores han llevado a la población a los “muchos castellanos”. Pero enfrentar el problema –desde la escuela a la que confiamos niños y jóvenes, por supuesto, pero también en los medios de comunicación que educan o maleducan durante toda la vida– no puede sostenerse sobre la pretensión de que esas formas en las que los peruanos usan el castellano deban ser reivindicadas como un valor.


Ilustración: HBR