Mientras, en países como el Perú, el número de fallecidos por la pandemia sigue creciendo, empieza un debate sobre las responsabilidades que cabe señalar en esta mortandad. No es una discusión enteramente racional y, por momentos, está sesgada por los intereses políticos que buscan beneficiarse a cambio de perjudicar de modo malsano al adversario. 

Para las capas más tradicionales, el Covid-19 es una expresión de la providencia y ante tal designio divino cabe poco más que rezar y, personalmente, encomendarse a su protección. En Colombia, una entrevistada que no llevaba protección alguna se justificó: “Diosito no va a querer que me dé el virus”. En manos de la divinidad respectiva, cabe solamente confiar en su benevolencia o clamar por ella, como hacían las beatas peruanas con ocasión de un terremoto en curso, arrodilladas y gritando: “¡Aplaca señor tu ira!”.

Puestos en esa dirección, conviene no olvidar los deberes de culto prescritos. De allí la indignación que en España se ha producido entre los católicos rancios debido a las limitaciones impuestas a los rituales públicos. El rechazo se ha plasmado en conatos de procesiones, en la movilización de algunos de ellos en reclamo de la misa y en la calificación, por los obispos, de desmedida a la intervención policial que, en cumplimiento de las normas vigentes sobre el estado de alarma, interrumpió algunas ceremonias, entre ellas una misa en la catedral de Granada.

Una variante, de filiación evangélica, responsabiliza por la pandemia al diablo que, como es de público conocimiento, está en el origen de todos los males del mundo, desde que ocurriera el desdichado episodio de Eva y la manzana. En estos días, más de un video casero ha propagado esta explicación que, junto a las de otras devociones, deja a los mortales más o menos inermes frente a este o cualquier otro virus.

En la vena diabólica también se inscriben las múltiples teorías conspirativas que han surgido a lo largo de los últimos dos meses; van desde un origen extraterrestre del virus, pasan por los beneficios que con él se procuraría Bill Gates y llegan hasta la siniestra y calculada preparación del germen en un laboratorio –el país sede está sujeto a la preferencias de quien lanza la especie– para ser lanzado contra adversarios determinados, o no tanto, si se atiende a la difusión universal del mal. Algunas de estas explicaciones provienen de algún supuesto experto que graba y lanza su desvarío en un video; otras, más elaboradas, manipulan fotos y videos para convencer incautos.

Irresponsabilidad en gobiernos y ciudadanos

Si pasamos a un nivel de discusión algo más serio, en cada país aparece cierto debate entre dos posiciones. La primera adjudica la principal responsabilidad al gobierno –por lo que hizo, por lo que hizo tarde o por lo que no hizo–; la segunda sostiene que la responsabilidad reside en los ciudadanos, cuyas actitudes y comportamientos han facilitado la expansión de la pandemia. Como las discusiones suelen ser apasionadas, no se reconoce que ambos señalamientos son compatibles.

Hay países en los que el gobierno alentó la despreocupación ciudadana frente al virus. En América Latina, Jair Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador son los mandatarios políticos más señalados por su prédica desdeñosa de la importancia de la pandemia. El presidente brasileño ha restado importancia reiteradamente al virus, ante el creciente número de fallecidos –que en la primera quincena de mayo sumaban más de diez mil–, se ha desligado de toda responsabilidad –“¿Más muertos? ¿Y qué? Lo lamento. ¿Qué quieren que haga?”– y antes del último fin de semana anunció en tono burlón: “Voy a hacer carne asada para 30 personas este sábado”. En marzo, cuando el mundo entero estaba enterado de la pandemia, López Obrador sugería usar amuletos y estampitas contra el virus, aparecía en reuniones multitudinarias y alentaba a las familias mexicanas a salir a cenar como si nada ocurriera.

Quien acuse a Bolsonaro o a López Obrador por no tomar medidas y, más aún, propiciar la despreocupación ciudadana respecto al virus, no estará desprovisto de razones. Más complejo es el caso de aquellos países en los que, como el Perú, el gobierno tomó a tiempo las medidas conducentes al aislamiento y no parece haber obtenido resultados satisfactorios. Son significativas las expresiones de la responsable del combate a la pandemia, Pilar Mazzetti, señalando la falta de acatamiento ciudadano a las normas dictadas. La creciente propagación del mal en el país probablemente ha llevado también al presidente Vizcarra a mostrar preocupación, si no indignación, por los comportamientos ciudadanos irresponsables.

Las condiciones de partida pesan

Si se descarta el origen divino o diabólico del mal y si ponemos en sección aparte la indolencia de gobiernos como el brasileño o el mexicano, ¿luchar exitosamente contra el virus depende estrictamente de lo que haga el gobierno y del acatamiento ciudadano?

El caso del Perú, cuyo gobierno dispuso a tiempo las medidas de contención de la pandemia, ilustra dramáticamente los límites de lo posible. Según información oficial, en enero de 2018 algo más de 10% de la población no tenía acceso a agua de la red pública; OXFAM lleva la cifra a entre siete y ocho millones, de los cuales millón y medio corresponden a Lima; esto significaría que a uno de cada seis limeños les resulta imposible lavarse las manos frecuentemente, recurso que para las gente de clase media es el más simple para combatir el mal.

Las autoridades han criticado las aglomeraciones producidas diariamente en los mercados. Según el Censo de 2017, 51% de los hogares peruanos no tienen refrigeradora; en Lima, una de cada cuatro familias (21,3%) carece de este artefacto. ¿Cómo pedirles que compren alimentos perecibles para más de un día? La pregunta se hace más dramática si, aún antes de no tener donde conservarlos, no tienen dinero disponible sino para comprar los alimentos de uno o dos días. Esta es probablemente la situación de la mayor parte de la población que tiene ingresos inestables, en razón de las condiciones del trabajo en la informalidad que abarca a 71% de la población económicamente activa.

Antes del inicio de la pandemia, se estimaba oficialmente que uno de cada cinco peruanos vivía en pobreza. Algunos de los críticos de la situación que atraviesa el país no parecen hacerse cargo de este punto de partida, que coloca al país en una situación de debilidad estructural frente a esta pandemia y cualquier otra.

Nada de esto implica negar las múltiples manifestaciones de irresponsabilidad ciudadana que se han dado, y siguen dando, frente a la pandemia. Pero debe admitirse que el Perú empezó a jugar este partido en condiciones muy desfavorables. En consecuencia, la estrategia por la que optó el gobierno –apostar a drásticas medidas de contención, al costo de paralizar la economía– fue arriesgada, tanto por las limitaciones sociales y culturales del país, como por la endeblez de un aparato del Estado que, en ocasiones de este tipo, exhibe cuán frágil y carcomido se encuentra.

Quienes gobiernan deben padecer fatiga. Porque, en una situación que ya es difícil en todo país del mundo, enfrentan severas limitaciones propias de este país. Algunas de las expresiones escuchadas de las autoridades probablemente tienen que ver no solo con sentirse exhaustos sino, además, en alguna medida impotentes. Y quizá a esa mezcla deban añadir decepción cuando alguien pretende cargarles los muertos. Ellos saben hoy, mucho mejor que en cualquier otro momento, en qué país les tocó gobernar.

Quienes padecen carencias importantes –sea que estadísticamente se les considere pobres o no– y sobrevivan a la pandemia, en algún momento se preguntarán a quién cargar sus muertos. Si en los últimos años han asumido la explicación de la pobreza predicada por los neoliberales –que han intentado persuadirlos de que ellos mismos son culpables de su pobreza–, no encontrarán respuesta que los consuele. Si, además de sobrellevar condiciones de vida deplorables, se sintieran forzados a creer que en ellos –y no en la sociedad que creó las condiciones de su pobreza– reside la responsabilidad de la muerte de sus seres queridos, lo vivirían como algo insoportable.


Foto: Andina