En muchos países la publicidad las presenta como lugares ideales para los adultos mayores, donde pueden compartir la vida cotidiana con ancianos como ellos. La realidad es otra, conforme ha mostrado en España la mortandad producida en estas casas: al 30 de abril habían fallecido en residencias dos de cada tres (66,49%) de las víctimas del COVID-19 en el país, esto es, 16.837 personas.
Los mayores que no viven en residencias geriátricas han muerto en una proporción muchísimo menor, bastante más cercana a los otros grupos de edad. A los otros los mató no tanto la pandemia sino que el virus los encontrara en residencias. El debate suscitado ha puesto al descubierto la fatal combinación de elementos que explica el fenómeno y que no corresponde a la edad de los afectados.
El cóctel mortífero está compuesto por tres factores. Una necesidad social surgida del envejecimiento de la población; una oportunidad de enriquecimiento que poderosos grupos económicos han aprovechado desenfrenadamente y una displicencia que comparten las familias dispuestas a desentenderse de los viejos y el Estado que no vigila las condiciones de estos lugares.
En España, 14,27% de la población –esto es, 6’699.323 habitantes en enero de 2019– somos mayores de setenta años. Ciertas porciones de ese universo no tienen pareja y/o padecen alguna incapacidad o limitación que los inhabilitan. En muchos casos, los hijos no pueden o no quieren hacerse cargo de ellos, fundamentalmente porque integran parejas en las que ambos trabajan o debido a que encabezan familia monoparentales, y les queda poco tiempo para atender, en primer lugar, a sus propios hijos. El abuelo o la abuela resultan entonces una carga. Las residencias aparecen, para quienes pueden pagarlas –por algo menos de diez mil euros al año–, como la salida perfecta para depositar al viejo para cuya atención no hay tiempo y, muy frecuentemente, ni siquiera lugar en la casa.
A ese problema ha respondido la provisión de residencias para las personas mayores. Según la información disponible, en 2017 existían en España 6.378 centros residenciales para mayores, que contaban con 366.633 plazas. Si asumimos que, al iniciarse la pandemia, todas esas plazas estaban ocupadas, el número de muertos hasta fines de abril se halla alrededor de 5%.
72,9% de los centros son privados porque grupos inversionistas vieron allí un “nicho” capaz de proveer ganancias sustanciales. El periodismo de investigación ha seguido algunas pistas sobre los propietarios: “de las cinco principales compañías, todas con más de 45 geriátricos, dos tienen como principal accionista a fondos de Jersey (Vitalia Home y Colisée), una a un fondo inglés (DomusVi) y otra a un fondo de pensiones de Canadá (Orpea). En el negocio también están cinco de los hombres más ricos de España: Florentino Pérez, los 'Albertos' (Clece), Modesto Álvarez Otero y Carlos Álvarez Navarro (Ballesol)”, así como la quinta mayor fortuna de Francia: la familia Mullier. Se ha identificado diez grupos privados que controlan más de 40 residencias cada uno; el mayor, DomusVi –de propiedad de (ICG), un fondo de inversión con sede en Londres– es propietario de 138 casas en España para adultos mayores.
¿Por qué las residencias para mayores atraen estas inversiones? Porque hay una creciente demanda, la oferta pública es insuficiente, los costos de operación pueden ser bajos y los ingresos son considerables. Como factor adicional, el gobierno del Partido Popular (2011-2018) impulsó la privatización de residencias que eran públicas, según una estrategia iniciada con recortes del presupuesto público disponible para este servicio y la degradación de sus condiciones hasta una situación en la que se proponía la privatización como solución. Entonces, además de entregar a los inversionistas residencias en funcionamiento, se les adjudicó un subsidio estatal destinado a “alentar” la participación del capital privado.
En España las residencias facturan 4500 millones de euros –esto es, cinco mil millones de dólares– cada año, al tiempo de que en la mayor parte de los casos el personal a cargo de los ancianos no tiene calificación, recibe el sueldo mínimo y es sometido a exigencias extraordinarias. Una trabajadora explicó en la televisión cómo se le adjudica cada día un contingente de viejos a quienes debe asear y vestir en no más de diez minutos por persona. La atención médica es muy limitada y, en los casos más urgentes, derivada a la Seguridad Social pública. Estas condiciones de trabajo han sido reiteradamente denunciadas por las organizaciones de trabajadores, sin mayor resultado.
Lo que ocurría en las residencias no ha sido objeto de atención de la burocracia –de la comunidad autónoma o el municipio–, sea por ineficiencia, descuido o corrupción. Mientras tanto, los familiares que se deshicieron del anciano para quien no tenían tiempo ni lugar, decidieron creer el discurso que hasta hace un par de meses estuvo vigente: “Los abuelos están muy bien en las residencias, establecen nuevas relaciones y hacen vida social”. En realidad, el entretenimiento consistía en ver la televisión, tratando de olvidarse de aquellos compañeros de infortunio que, debido a una pérdida total o parcial de facultades cognitivas, vagaban entre ellos como zombies. Solo ahora la realidad ha estallado en la cara de quienes depositaron a los viejos en las residencias y mantuvieron la conciencia tranquila.
Se ha requerido, pues, varias complicidades para alcanzar el mayor número de muertos imputados a la pandemia del COVID-19 en España. Pero la codicia del capital y la indiferencia de los semejantes han sido los actores principales en esta triste historia.