Notas desde el confinamiento
La pandemia también muestra de qué materia estamos hechos
"Lo peor de la peste no es que mata los cuerpos, sino que desnuda las almas y ese espectáculo suele ser horroroso". Albert Camus, La peste
En el colegio aprendimos que había tres estados de la materia: sólido, líquido y gaseoso. Pero los sólidos pueden hallarse, dentro de un líquido, en “estado de suspensión”. Así estamos durante esta cuarentena, como en el juego de estatuas en el que un miembro de la pandilla daba la orden y había que detener el movimiento, aunque fuera con el paso a medio dar. La presente suspensión, sin embargo, no es parte de un juego; es una catástrofe de la humanidad a la que nos ha tocado asistir, que no tiene plazo y no sabemos en qué desembocará.
No es momento de victimizarse, claro está. En medio de las restricciones impuestas, quienes leen estas líneas y quien las escribe disfrutamos de condiciones de privilegio, cuando menos mientras no se interrumpa la cadena de suministro de alimentos. Hechas las tareas en casa, podemos dedicar tiempo a las lecturas tantas veces pospuestas, comunicarnos vía internet con la familia y los amigos –en mi caso, esto pasa por la recuperación de vínculos con gentes de quienes no sabía hacía mucho–, ver en la televisión cine en alta definición, etcétera. Y nos sabemos respaldados en algún grado de seguridad; por ejemplo, la posibilidad de obtener ayuda médica en caso de alguna urgencia.
Fuera de ese círculo favorecido –que puede ser más o menos restringido, según el país donde se viva, pero que en relación con la población mundial es bastante pequeño– ocurren cosas de las que tenemos noticias que nos conmueven solo por momentos: en Guayaquil cientos de cadáveres estuvieron en la calle a la espera de ser recogidos; en Lima los detenidos en un penal llamado de alta seguridad se amotinaron en demanda de atención médica de la que carecen; en las ciudades españolas las residencias para mayores se han convertido en morideros donde hasta mediados de abril habían fallecido más de la mitad del total de víctimas mortales del virus en el país… Es que esta crisis “pone al descubierto todas las fracturas y las fragilidades sociales”, como ha señalado un economista de Naciones Unidas.
A esas tragedias, más o menos lejanas, prestamos una atención breve, que en ocasiones alcanza solo para dar un vistazo al titular de la noticia, y en seguida pasamos a algo del pequeño mundo nuestro, que en estos días se encuentra aún más reducido de lo usual. Sí otorgamos tiempo a las noticias sobre (el avance de) la pandemia. Como ya nos aprendimos todas las instrucciones –incluidas las razones a favor y en contra de ciertos recursos–, de momento lo que vemos y oímos son malas noticias. Y, por ahí, de vez en cuando, nos aparece un rayito esperanzador o un texto que ponga en perspectiva lo que estamos viviendo.
Pero buscar información significa bucear en un torrente de estupideces que, malintencionadas o no, surge a borbotones en las redes sociales y en los mensajes que con excesiva frecuencia se “guasapean” sin la mínima precaución de verificar la credibilidad de la fuente de origen. A las diversas teorías conspirativas en circulación se suman las muchas noticias abiertamente falsas. Un sondeo hecho en abril ha encontrado que en España cuatro de cinco encuestados recibieron “fake news” sobre el coronavirus, principalmente a través de las redes sociales.
Me pregunto qué clase de ser humano es aquel que dedica horas a inventar o falsear información con el propósito de sembrar la alarma. Y los hechos muestran que esta maligna especie es numerosa, por lo que resulta tan o más nociva que el virus Covid-19. Descubrir este hecho –que el género humano está integrado, en una cierta proporción, por estos sujetos– es de las comprobaciones más descorazonadoras de esta experiencia.
Los Estados muestran sus carencias y debilidades, los dirigentes revelan su estatura –generalmente corta– y las sociedades mismas exponen sus valores y vergüenzas. Al tiempo, las personas enseñan de qué materia están hechas. Tómese, por ejemplo, el caso de los vecinos que piden a trabajadores del sistema de salud y de supermercados que se muden porque pueden ser portadores de un contagio. En una ciudad española a un enfermero gentes de su edificio le tiraron lejía en la puerta. Y la policía ha tenido que anunciar que estos casos serán perseguidos como un delito de odio.
Las víctimas son otros seres humanos cuyo trabajo habitual ahora ha visto añadida la exigencia de que se arriesguen por nosotros, que estamos en la relativa tranquilidad de nuestras cuatro paredes mientras ellos atienden enfermos o clientes. Egoísmo e insensibilidad reunidos no reparan en lo que se demanda a trabajadores que no tendrían dónde mudarse: “no importa, que se vayan, importo yo y son los míos los que cuentan, los demás que se las arreglen”. Acaso algún insensato considere que esa salvajada es parte de su obligación como padre o madre de familia.
Otro caso de egoísmo es el de los viejos que parecen resistirse a la posibilidad de que esta pandemia acabe con una buena parte de nosotros. Es cierto que la cultura occidental, en sus diversas variantes, no nos ha preparado para afrontar el final. Que, sobre todo para engreírnos como consumidores, nos supone inmortales y así nos adormece hasta el momento en el que, como escribió Jorge Wagensberg, la muerte llega como “la más sorprendente de las noticias previsibles”.
Entre aquellos con quienes he decidido retomar contactos se halla un colega mexicano que, en un país que con los extranjeros es áspero cuando no duro, me dio su amistad intelectual y personal y me ofreció una plaza permanente en la Universidad Nacional Autónoma de México, que decliné porque mi mujer y yo preferimos venir a vivir en España. Después de años de silencio, le escribí en estos días. Su inmediata respuesta me ha enterado de que un cáncer de colon, diagnosticado y tratado desde hace un par de años, se encuentra fuera de control; alimentado por vía intravenosa y sonda, él está bajo cuidados paliativos, dado que no queda más por hacer. Decírmelo le ha tomado cinco líneas en un mensaje cálido en el que hizo lugar para informarme del último libro que ha alcanzado a publicar y al que se refiere como su legado. Actitud de una entereza ejemplar y admirable, que resulta conmovedora en una sociedad poblada de viejos que, especialmente en estos días, se aferran a la vida aún cuando cuerpo y mente les notifican de manera elocuente que su hora se acerca.
Para estas y otras reflexiones nos es útil el estado de suspensión al que hemos llegado debido a la pandemia. Si, cuando menos, quienes sobrevivan a ella extrajeran las enseñanzas que nos está dejando esta crisis, la humanidad –claro, no esta sino una redefinida, algo mejor– habría sacado algo en limpio.
(Foto: EFE)