Con ocasión de los últimos cambios ministeriales han quedado a la vista, entre errores y torpezas, las calidades de quienes son llamados a ocupar las más encumbradas funciones en el Estado. No es algo nuevo; viene ocurriendo desde hace mucho tiempo pero parecería que con el paso del tiempo el mal se agrava. Más allá de los penosos gestos y forcejeos –interesados en quitarse de encima alguna responsabilidad y, casi siempre, echársela encima a otros–, la pregunta de mayor interés es por qué ocurre este proceso descendente en el nivel de nuestros altos cargos públicos.
Una explicación está vinculada a la calidad de quienes los designan. Cabe recordar que Alan García humilló a sus propios ministros rebajándolos al nivel de simples “secretarios” –suyos, claro está–, con lo que no solo situó como meros auxiliares a sus ministros sino que anunció a cualquier pretendiente al cargo cuál era la estrechez de los límites entre los que tendría que actuar. Pero, claro, el gesto de García dice más sobre su altanería insolente que acerca de los cargos ministeriales.
En los últimos cuarenta años la vanidad ha distinguido, por encima de cualquier otro rasgo, a dos presidentes: García y Belaunde Terry. A los demás los ha caracterizado la falta de cualidades destacables para ocupar la jefatura del Estado; esto es, han quedado situados en la medianía, aunque algunos de ellos la revistieran con ambición y audacia. Esa medianía es compartida por Fujimori, Toledo, Humala y por cierto Vizcarra, y a ella no es ajeno PPK, cuyas habilidades no van más allá del lobby, según se ha visto. Ese corto alcance de quienes han sido elegidos probablemente tenga mayor fuerza explicativa acerca de los ministros escogidos.
Los colaboradores han sido nombrados descuidadamente, atendiendo a la confianza más que a los méritos. Ni siquiera se ha usado filtros para evitar el bochorno de designar a quien tiene antecedentes poco presentables. Y esta flaqueza es percibida. Para su último informe mensual, IPSOS preguntó a los encuestados: “El presidente Vizcarra cambia por diversos motivos algún ministro cada 22 días en promedio, ¿Por qué cree que lo hace?”. La respuesta “Porque selecciona a sus ministros de manera apresurada y los cambia para corregir su error” fue escogida por 28% de los entrevistados.
Dado que elegir ministros negligentemente es un estilo que empezó mucho antes que este gobierno, hay que prestarle atención. Probablemente, en el fondo aparece en esto la incapacidad de quien nombra para evaluar méritos sobresalientes, junto al temor de resultar opacado por alguien con mayores condiciones. Los funcionarios mediocres no discuten con el jefe, ni le hacen notar errores. Son los dispuestos al “chi, señó” que a tantos ha rendido buenos frutos dentro y fuera de la política.
En el caso de los ministros, una investigación periodística reciente ha revelado que en las cuatro décadas de gobiernos elegidos, en promedio, un ministro ha durado 13 meses en el cargo. Y tratándose del actual gobierno, la rotación se acorta a ocho meses. ¿Puede esperarse algo significativo de una gestión ministerial tan pasajera? Peor aún, ¿hay quien con méritos suficientes para el cargo de ministro acepte ser designado sabiendo que su paso por el despacho será tan breve que no podrá dejar huella?
Ponerse en el pellejo de alguien “ministeriable” por sus calidades conduce a una segunda vertiente para explicar el nivel de los ministros que pasan fugazmente por el cargo: ¿el país no cuenta con suficiente personal calificado para proveer adecuadamente los altos cargos? En esta dirección apunta la respuesta más frecuente dada a la interrogante planteada por IPSOS: “Porque es muy difícil conseguir buenos ministros” (37%). Pero si así fuera, ¿la dificultad proviene de que ese personal no existe o de que el existente no está dispuesto a perder tiempo y prestigio al pasar a ser alguien descartable?
A los peruanos nos resulta difícil encarar el tema de la deficiente formación de nuestros cuadros. Rebajamos el asunto de las carencias de nuestros dirigentes al nivel de la crítica en voz baja sobre determinadas personas y no como un problema que debe ser encarado por políticas públicas. La pobre calidad de las instituciones –especialmente las del sistema educativo en todos sus niveles– ha abastecido al país de personal de baja aptitud en diferentes niveles de responsabilidad. Y las insuficiencias llegan hasta los niveles más elevados.
El Perú es un país cuyos puestos de dirección –en general, y no solo los políticos– frecuentemente están a cargo de personas cuyas capacidades no las califican para desempeñarlos. Lo vemos en casi cualquier institución nacional que sea examinada con cierto rigor. Jueces supremos, altos dirigentes empresariales, rectores universitarios… generalmente no ostentan las calidades que sus cargos requieren.
¿Hay remedio para esto? En principio lo hay, pero el camino es largo y difícil. Supone comprometerse a largo plazo con la construcción de un país distinto, tarea en la cual hay pocos esfuerzos en curso. No cabe esperar en esto, como en ninguno de nuestros problemas más serios, resultados a corto plazo.
[Foto de portada: Andina]