El Perú vive, desde hace mucho tiempo, un proceso de descomposición social. Al principio no fue evidente o a muchos pareció simplemente la continuación de una vieja historia en la que la viveza criolla se convirtió a menudo en corrupción. Es difícil precisar cuándo la evolución desembocó en algo mucho más grave y mostró entonces los síntomas de una degeneración.
Quizá el indicador más importante corresponda a la medida en la cual la sociedad normaliza ciertos comportamientos que erosionan la base de la convivencia. Comportamientos que se han ido aceptando –“normal nomás”– como parte del funcionamiento del país. La falta de sanción social se ha ido extendiendo, desde aquella tolerancia surgida en los años cincuenta del siglo pasado para aceptar con Odría que “roba pero hace obras” hasta el beneplácito con el fujimorismo que no solo robó sino mató pero “acabó con el terrorismo y la inflación”.
Los sobornos de Odebrecht y de los demás cayeron, pues, en terreno muy fértil. Y entonces la ciudadanía pareció darse cuenta, de pronto, que el cáncer había hecho metástasis. Quizá los audios de los jueces revelados a mediados de 2018 marcaron un hito. Pero la indignación había ido creciendo antes, al compás de los negociados de todos los gobiernos, de muchos alcaldes, de la mayoría de los gobiernos regionales. En algún punto se empezó a pensar que era demasiado.
Entonces fue cuando surgieron las primeras reacciones, frente a la ley Pulpín o a la repartija. Se logró algunos retrocesos de la enfermedad corrosiva. Pero, claro, no se logró detener la carrera abierta de los numerosísimos sinvergüenzas que han creído entender que la función pública está destinada a sacar ventajas de ella.
Los escándalos en torno a Odebrecht han permitido someter a juicio –no solo el de la opinión pública sino también en los tribunales– algunos de los casos más importantes. Mantener en la agenda diaria abusos de diverso tipo, cometidos por toda clase de autoridades, parece haber generado un cambio cualitativo. Ha crecido, por fin, una saludable intolerancia frente a estas formas de servirse del poder.
16/1/2020
El jueves 16 de enero probablemente no figure en ningún futuro texto de historia, aunque lo merezca. En un solo día, tres individuos recibieron el golpe al que moralmente se habían hecho acreedores. Un simulador fue dado de baja en la entidad con la mayor responsabilidad en el sistema de justicia. Un saboteador de la justicia, estratégicamente situado dentro de ella, fue descalificado como profesional. Un personaje carente de idoneidad moral vio interrumpida su carrera hacia el Congreso. No es poco.
Que cada uno de ellos intente defenderse con argumentos inaceptables es lo de menos. Lo importante es que nuestro sistema inmunológico –claramente delineado en las normas pero muy remolón en los hechos– empieza a dar pruebas de que funciona; no es constante ni parejo en su actividad y parece depender de que se le movilice socialmente: periodismo de investigación y redes sociales lo ayudan mucho a ponerse en marcha. En cualquier caso, el 16 de enero se produjo un marcado rechazo a la infección causada por bacterias y virus sociales.
Claro está, en los tres casos apenas se ha dado un primer paso. Falconí ha anunciado que irá a los tribunales y allí, como sabemos, nada es seguro. Chávarry solo ha sido suspendido por el Colegio de Abogados de Lima –que tardó una eternidad para hacerlo–, pero permanece en su alto cargo. Mora ha sido beneficiado por una decisión incomprensible de la autoridad electoral y sigue siendo candidato.
Hay que reconocer que en estos días han aparecido otros síntomas positivos acerca de la salud del cuerpo social. Que la violencia contra la mujer sea considerada por los limeños el segundo problema más importante del país, por ejemplo. Que alguien diga que las mujeres violadas no son tantas, es algo que solo perjudica a quien lo ha dicho, pero el ciudadano promedio empieza a considerar que el fenómeno es intolerable. Otro paso adelante.
No obstante, habrá que dar muchos pasos más si se quiere limpiar el país. Porque la lista del jueves 16 de enero es apenas un buen comienzo. La larguísima relación pendiente la encabeza el actual presidente de la Corte Suprema y del Poder Judicial –integrante de la comisión especial que acaba de designar a los miembros de la Junta Nacional de Justicia–, José Luis Lecaros, quien debe estar a la búsqueda de una mejor explicación sobre su relación de amistad con Salvador Ricci. Hasta ahora el magistrado ha sostenido que su amigo –“víctima de la justicia”, en sus palabras– nunca le mencionó los varios juicios que tenía. Allá quien quiera confiar en él.
Probablemente todavía es incierto que el país pueda recuperarse de la gangrena que lo ha ido descomponiendo. Pero es bueno constatar que hay momentos en los que la recuperación de la salud parece vislumbrarse.