España no alcanzó estabilidad política desde que, el 1 de junio de 2018, el Congreso de los Diputados aprobara la censura del conservador Mariano Rajoy y designara al socialista Pedro Sánchez como presidente del gobierno. A esa decisión concurrió entonces una alianza tácita e inestable que estuvo más de acuerdo en echar a Rajoy que en elegir a Sánchez; el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y algunos grupos a su izquierda –de los cuales el más importante es Unidas Podemos (UP)– más los partidos regionales de Cataluña y País Vasco se alinearon transitoriamente bajo ese programa mínimo. A fines de ese mismo año, sin embargo, el presupuesto del Estado no pudo ser aprobado porque Esquerra Republicana de Cataluña (ERC) –partido independentista– se rehusó a votar a favor.  

El líder socialista Sánchez admitió que no podía seguir gobernando una nave sin rumbo claro y en febrero convocó a unas elecciones generales que tuvieron lugar el 28 de abril de 2019. Si bien algunos grupos perdieron puestos en el Congreso y otros los ganaron –Vox surgió entonces para representar a la extrema derecha–, el reparto entre derecha e izquierda fue el mismo de antes. Desde entonces, la derecha no suma los 176 diputados necesarios para formar gobierno y la izquierda solo puede llegar a ellos si incorpora a algunos de los partidos regionales/independentistas. Si bien el Partido Nacionalista Vasco (PNV) se ha mostrado favorable en cada ocasión, la disposición era mucho menor entre los catalanes independentistas (ERC y JxCat).

Y es que los grupos independentistas de Cataluña juegan simultáneamente otro partido. De un lado está Junts per Cat, viejos catalanistas, más bien de derecha, que en el pasado se unieron oportunistamente al Partido Popular o al PSOE, según les conviniera, y cargan con pesados antecedentes de corrupción en el gobierno autonómico catalán. De otro, está ERC, que rechaza la monarquía y suscribe posiciones de izquierda. Al tiempo de que ambos grupos deben posicionarse en el tablero del juego político español, se hallan en permanente disputa por alcanzar la posición dominante en la política catalana. De modo que unos y otros mueven piezas en un tablero mirando cómo afecta sus fichas en el otro.

Abril de 2019: bloques parejos

Como resultado de las elecciones de abril, el PSOE obtuvo 123 diputados y el grupo más cercano, UP, 33; sumaban 156 votos, veinte menos de los indispensables para formar gobierno en mayoría. En ese momento, ERC se mostró dispuesto a abstenerse, con lo cual facilitaría la conformación de un gobierno en minoría, aunque precario. Pero a los presuntos socios, faltos de votos, les sobró ambición. Alentado por encuestas que detectaban una caída en las derechas, Sánchez no solo se mostró renuente a un acuerdo con UP, sino que en su apetito por nutrirse de votos decepcionados de la derecha, se alejó de una posición conciliadora en torno al conflicto catalán. UP puso condiciones que tampoco pavimentaron el camino de un entendimiento. Resultado: no hubo acuerdo y hubo de convocarse a nuevas elecciones para el 2 de noviembre de 2019.

Los cálculos de PSOE resultaron totalmente equivocados debido a que ignoraron un hecho perfectamente previsible: antes de esas nuevas elecciones debía conocerse la sentencia de los políticos independentistas catalanes, que se anticipaba condenatoria, como en efecto lo fue. La sentencia polarizó el escenario: al tiempo de que los partidos de derecha celebraban la condena –que asciende a 13 años para algunos de los nueve condenados– y exigían a Sánchez mano dura con las protestas catalanas, los partidos independentistas se alejaron de aquello que tuviera sabor a conciliación con cualquier gobierno en España.

Noviembre de 2019: vuelta a comenzar

Las elecciones de noviembre produjeron el resultado que puede verse en el gráfico y que revela que, votos más para unos –particularmente para Vox, que pasó a ser el tercer partido más votado–, votos menos para otros –especialmente para Ciudadanos, que fue el principal perjudicado por la polarización–, el balance entre derechas e izquierdas más independentistas permaneció casi inalterado. Con cifras similares a las producidas en abril, nuevamente había que buscar acuerdos. Y Sánchez tenía que dar marcha atrás en sus posiciones preelectorales.

Jimena Lédgard me hizo notar, hace algún tiempo, el problema que plantea en las relaciones hombre/mujer la costumbre arraigada en muchas de decir “no” cuando quieren decir “sí”. La incomodidad que pasan ambas partes por esa ambigüedad, utilizada por quien no quiere aparecer como “fácil”, es comparable a la que han vivido en los últimos dos meses el PSOE y ERC. Los republicanos querían pactar con los socialistas –acaso porque no tenían mejor opción– pero, de cara a sus electores en Cataluña, no podían mostrarse tan dispuestos a hacerlo. Debido, sobre todo, a que las bases independentistas radicalizadas no hubieran aceptado fácilmente apoyar a los socialistas y, en consecuencia, había que explotar la ocasión para obtener de los socios PSOE-UP algo a cambio.

La indefinición de ERC llegó a su fin cuando el 30 de diciembre los abogados del Estado plantearon ante el Tribunal Supremo que una decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que reconoció como diputado europeo al líder de ERC Oriol Junqueras, debía ser acatada. Esta posición oficial despejó el último obstáculo para que los republicanos catalanes aceptaran abstenerse en la votación para investir a Sánchez como presidente. Paralelamente, los independentistas catalanes del sector conservador representado por JxCat anunciaron ser contrarios a la investidura de Sánchez.

El programa de gobierno de los socios

Con el panorama algo más claro, el 30 de diciembre PSOE y UP dieron a conocer un programa conjunto para los próximos cuatro años. En 50 páginas los socios principales del nuevo gobierno detallan, sobre unos asuntos más que sobre otros, las propuestas para “un Gobierno progresista de coalición que sitúe a España como referente de la protección de los derechos sociales en Europa”. El texto pone énfasis en la “creación de empleo de calidad”, que “reduzca la desigualdad” y combata “la precariedad del mercado laboral”. Esto se traduce en la derogación de la reforma laboral aprobada en 2012 por el gobierno conservador de Mariano Rajoy, la ampliación de los convenios colectivos, la limitación de la subcontratación y el incremento del salario mínimo.

En el capítulo de políticas sociales, el programa busca desarrollar la educación de cero a tres años, dentro del fortalecimiento de la educación pública, robustecer el sistema público de salud y la atención a las personas dependientes, así como favorecer el acceso a la vivienda y “controlar la extensión de las casas de apuestas”. Se propone llevar la inversión educativa a 5% del PBI en 2025 y la correspondiente a salud pública a 7% del PBI en 2023, al tiempo de frenar las formas de privatización de los servicios de salud públicos. La lucha contra el cambio climático merece un capítulo aparte en el que, a diferencia del resto del programa, a los objetivos establecidos se les otorga plazos muy prolongados; por ejemplo, “alcanzar en 2050 una generación de electricidad con origen 100% renovable”.

El modelo productivo contenido en el plan alcanza una elaboración desigual. Al lado de un objetivo poco realista y nada elaborado como el de “Impulsar la reindustrialización y el sector primario”, aparecen medidas de cierto interés para llevar a cabo una “revolución digital” y otras que expresan más deseos que propuestas.

En términos de nuevos derechos, se aborda el derecho a una muerte digna y la regulación de la eutanasia, como la propuesta de una ley que dé “una respuesta jurídica, sistemática, equilibrada y garantista a las demandas sostenidas de la sociedad actual en relación con el final de la vida”. Del mismo modo se propone legislar el reconocimiento de la diversidad familiar, con especial atención a las familias monoparentales. Se ofrece una serie de medidas para la recuperación de la memoria histórica y el destierro de símbolos del franquismo. Se propone establecer “la laicidad del Estado y su neutralidad frente a todas las confesiones religiosas”.

El programa dedica un capítulo a las “Políticas feministas”, que incluye un paquete de medidas para asegurar la igualdad de hombres y mujeres en el ámbito ocupacional, potenciando las inspecciones de trabajo. En materia de combate a la violencia machista, las medidas incluyen la regulación normativa del “sí es sí” como criterio para determinar los delitos sexuales.

En materia fiscal, se propone luchar contra el fraude y la evasión, que según estimados podrían alcanzar los 40.000 millones de euros, esto es 3,5%-4% del PIB español. Asimismo, se anuncia un incremento de impuestos que asegure “una tributación mínima del 15% de las grandes corporaciones, que se ampliaría hasta el 18% para las entidades financieras y empresas de hidrocarburos” y en el caso de las personas naturales aumente “dos puntos los tipos impositivos sobre la base general para los contribuyentes que tengan rentas superiores a 130.000 euros [anuales] y cuatro puntos para la parte que exceda de 300.000 euros”. Probablemente este es el punto del programa que ha llevado a algunos voceros empresariales a dar voces de alarma en torno al nuevo gobierno.

La propuesta de los socios de gobierno también aborda la llamada “cuestión territorial”, que usualmente se presenta como el caso de Cataluña pero es un problema más general: la definición de la relación entre las comunidades autónomas y el Estado español. Esta es una relación cuyos términos fueron insuficientemente definidos en la Constitución de 1978 y que el programa propone actualizar; concretamente, se plantea “la mejora y clarificación de la distribución competencial entre el Gobierno central y las comunidades autónomas para implementar un modelo de reparto más claro y preciso que perimetre las facultades competenciales concretas de cada entidad, y reduzca al máximo las competencias compartidas a fin de evitar la ambigüedad actual, que a menudo acaba teniendo que ser dirimida por los tribunales, provocando fricciones judiciales entre el Gobierno central y las comunidades autónomas”. Para el caso de Cataluña, se anuncia: “Abordaremos el conflicto político catalán, impulsando la vía política a través del diálogo, la negociación y el acuerdo entre las partes que permita superar la situación actual.” Esto último se concretó días después en el acuerdo firmado por el PSOE con ERC.

Movimientos finales para formar el nuevo gobierno

El jueves 2 de enero se dio a conocer el texto del acuerdo del PSOE y ERC, por el cual los republicanos catalanes se comprometían a facilitar la investidura de Sánchez mediante su abstención en la elección a realizarse en el Congreso y en la que, en segunda votación, el candidato no necesita alcanzar la mayoría sino solo sumar más votos a favor que en contra. El texto reconoce que el conflicto catalán es de naturaleza política y “sólo puede resolverse a través de cauces democráticos, mediante el diálogo, la negociación y el acuerdo, superando la judicialización del mismo”. A tal efecto, ambos partidos adoptan “el compromiso de crear una Mesa de diálogo, negociación y acuerdo entre Gobiernos, que partirá del reconocimiento y legitimidad de todas las partes y propuestas y que actuará sin más límites que el respeto a los instrumentos y a los principios que rigen el ordenamiento jurídico democrático”.

Para iniciar el funcionamiento de esa Mesa de diálogo, en la que estarán representados el gobierno de España y el gobierno de la Generalitat catalana, se establece un plazo de 15 días. El punto crítico es que “Las medidas en que se materialicen los acuerdos serán sometidas en su caso a validación democrática a través de consulta a la ciudadanía de Catalunya, de acuerdo con los mecanismos previstos o que puedan preverse en el marco del sistema jurídico-político”. Esto es, un referéndum, viejo reclamo independentista –demandado como consulta acerca de la independencia y no de medidas acordadas con el gobierno de España, como es el caso– que probablemente haya crispado al nacionalismo español del que se nutren los partidos de derecha, que claman por “poner orden” a cualquier precio en Cataluña.

Hilvanando acuerdos como este, y otros menores, indispensables para sumar los votos necesarios, se llegó al primer fin de semana de enero, dispuesto para realizarse la sesión de investidura en el Congreso. Las fuerzas contrarias correspondientes a los tres partidos de derecha no dejaron recurso sin usar: el día anterior a la sesión de investidura se inhabilitó en el cargo de diputado a Quim Torra, president de la Generalitat catalana –decisión adoptada por un órgano administrativo, cuya composición es política, y que no parece tener capacidad para ello– en un esfuerzo dirigido a erosionar los apoyos catalanes al candidato del PSOE. Paralelamente, una diputada de un grupo minoritario (Coalición Canaria) anunció que desoiría el acuerdo de su partido y votaría contra el candidato del PSOE. Su postura se sumó a la de otro diputado de un partido regionalista (Partido Regionalista de Cantabria) que, igual que la diputada canaria había invocado el peligro de “quebrar a España” al recurrir Sánchez al apoyo de los independentistas catalanes. Además, en redes sociales y en declaraciones públicas, los líderes de la derecha hicieron repetidos llamados al transfugismo, en la esperanza de que algún diputado socialista abandonara la lealtad partidaria.

Entre el sábado 4 y el domingo 5 se produjo el debate de investidura, casi siempre bronco y en el que no faltaron agravios. Nadie cambió posición y en la primera votación, realizada el domingo, el candidato Sánchez obtuvo 165 votos a favor y 164 en contra. No habiendo obtenido la mayoría de los votos del Congreso, de acuerdo a la Constitución procedió entonces convocar a una segunda votación, a realizarse 48 horas después de la primera. Como se indicó, en esta otra ocasión bastaba que el candidato lograra más votos a favor que en contra.

Hasta el mediodía del martes 7, cuando se llevó a cabo la segunda votación, las dudas sobre su resultado persistieron. Circulaban versiones según las cuales sectores de interés financiarían un “tamayazo”, esto es, la ausencia acordada de unos cuantos tránsfugas del PSOE que impediría a Sánchez contar con los votos necesarios, tal como en 2003 ocurrió en las elecciones de la Asamblea de Madrid con el líder socialista Rafael Simancas. No fue así. 167 votos a favor, 165 en contra y 18 abstenciones permitieron que el líder socialista fuera investido presidente de un gobierno que será el primero en coalición de los últimos cuarenta años.

Las dificultades que vienen

Elegido Sánchez como presidente del gobierno, la contienda entre derechas e izquierdas no ha terminado; apenas ha pasado a un nuevo capítulo en el que unos tratarán de derribar al gobierno y los otros deberán, primero, defenderse para impedirlo manteniéndose unidos y, luego, tratar de gobernar cumpliendo algunas de sus promesas programáticas.

La derecha ya grita “¡Gobierno ilegítimo!” y seguirá haciéndolo durante el tiempo que dure la legislatura. Haberse apoyado en la abstención de independentistas catalanes y radicales vascos es el fundamento del griterío con el que obstaculizarán cada movimiento del gobierno, cada propuesta de ley, cada política emprendida.

De otro lado, en la alianza gubernamental las debilidades no son pocas. Primero, pese al programa firmado por el PSOE y UP, las diferencias entre los socios no son pocas. En el PSOE hay líderes regionales que desconfían de los nuevos socios o los rechazan abiertamente. En UP, asimismo, hay mucha incredulidad y suspicacia respecto de la voluntad efectiva de los socialistas para llevar a cabo un programa de izquierdas. Esas actitudes probablemente se traduzcan en diferentes posiciones que pueden llegar a ser frecuentes y erosionen al gobierno.

La vida de este gobierno es como la de una cuerda fina y templada: cualquiera que jale de ella puede romperla. La derecha lo sabe y explotará cualquier resquicio entre los socios de izquierda, tirando a matar sobre el gobierno. Y Cataluña les brindará un campo propicio para abrir y reabrir heridas.

De modo que se inicia un capítulo incierto en la historia política española, tan incierto como han sido los dos años previos. La legislatura debería durar cuatro años. Pero es posible que ese lapso esté frecuentemente amenazado de acortarse para ir a una nueva elección que la derecha aspira a ganar.