La salida en libertad de Martín Belaunde –luego de casi cinco años de detención sin haber sido juzgado, ni siquiera acusado– revela de manera clara cuál es el juego del Ministerio Público en los casos de corrupción en el centro de los cuales están los sobornos pagados por Odebrecht. Se trata de detener personas que generalmente, según los testimonios recabados de los llamados colaboradores eficaces, han llevado a cabo actos de corrupción y, con esos elementos, solicitar del juez la prisión preventiva. Debido a una modificación legal injustificable, que aprobó el Congreso de mayoría fujimorista, esa detención sin condena ni acusación puede extenderse inicialmente hasta tres años, después de los cuales todavía puede ser prorrogada. 

Mientras tanto, los fiscales –en lugar de buscar pruebas que respalden efectivamente el soplo recibido– se dedican a hurgar en otros casos a los que aplicarán el mismo trato. El tiempo transcurre y no se construye una acusación que permita llevar al “presunto” culpable a juicio. (“Presunto” es la palabra mágica para dejar a salvo en apariencia la presunción de inocencia). Es probable que no haya recursos suficientes para que el Ministerio Público trabaje a fondo en la búsqueda de pruebas; entre esa carencia de recursos acaso se encuentre la limitada capacidad profesional de quienes, según manda la ley, deben investigar y tal vez no sepan hacerlo. Cual sea la causa, se agota el plazo y no hay elementos para acusar al “presunto” responsable. O se va a juicio y se le absuelve, o no se va a juicio y sale en libertad.

Alguien poco enterado puede preguntarse qué sentido tiene esto: se detiene a alguien sobre la base de un dicho o algún papel, se le mantiene en prisión y finalmente no se le condena. La pregunta puede hacerse dramática si se piensa que existe la posibilidad de que el “presunto” responsable no lo sea en modo alguno; esto es, que sea inocente y haya sido señalado por un “colaborador eficaz” que quiere obtener de los fiscales alguna ventaja o mejor trato. A nadie parece importarle que, aún en ese caso, una persona esté en la cárcel meses o años y vea su vida arruinada.

Pero lo que buscan los fiscales del sistema anti-corrupción no parece guardar relación con su obligación principal, que es acusar y lograr condenas. No. Se trata de montar un show mediático, para el cual el principal instrumento no es un conjunto de pruebas sólidas; basta la complicidad de los medios de comunicación a los que se “filtra” declaraciones de fulano o mengano que señalan a los “presuntos” responsables. Con el escándalo en los medios de comunicación, que crea un clima de presión sobre el juez para que acceda a decretar la prisión preventiva, parece haber terminado la tarea de los fiscales. Es hora de buscar otro “presunto” responsable.

Como el caso de Martín Belaunde no es el único, hay que emplazar a los fiscales para que expliquen qué es lo que están haciendo. ¿Se trata de una fórmula a corto plazo para crear la imagen de que se está haciendo justicia? ¿Hay intereses políticos detrás de una actuación que genera escándalos en primera plana o para abrir el noticiero pero que no logra condenas?

El caso del ex primer ministro César Villanueva conduce a otra pregunta perturbadora. El ex primer ministro del gobierno del presidente Martín Vizcarra ha sido señalado como “presunto” responsable de haber recibido una coima recibida para adjudicar una obra pública cuando era gobernador regional en San Martín. Aún más grave es que la policía captó las recientes conversaciones de Villanueva con dos fiscales, encaminadas a “arreglar” su situación. La pregunta consiguiente surge de esas conversaciones, acaso encaminadas a paralizar o encarpetar la investigación: ¿la desatención de los fiscales a un caso también tiene precio?

El espectáculo mediático satisface a una parte de la ciudadanía en la que prevalece la ignorancia –y que no distingue entre prisión preventiva y condena, entre juez y fiscal– pero, a la larga, cuando se constata que no hay condenas, esta actuación de los fiscales contribuye a la gran desconfianza que rodea a la justicia. Quienes no atienden al recurso de usar aquello de “presunto”, imaginan que el detenido es culpable y, al ver que no recibe condena, no reparan en que la falla estuvo en la acusación débil o inexistente.

Debido a que en tiempos recientes se modificó el procesamiento penal, son los fiscales –no los jueces– quienes deben investigar el delito, reunir las pruebas y acusar al responsable. Los jueces deben evaluar esas pruebas y absolver o condenar. De modo que la responsabilidad de que la justicia desarrolle a cabalidad su tarea es, en primer lugar, de los fiscales. Pero el desempeño de estos fiscales no está contribuyendo a mejorar la calidad de la justicia en casos de corrupción; su juego parece ser otro. Es hora de preguntarse a quién beneficia.