Carlos Peña es una figura pública que alcanzó un alto grado de reconocimiento en Chile. Abogado de origen, estudió sociología y se doctoró en filosofía. Dentro de su abundante producción bibliográfica el área del derecho se ha beneficiado de la singular finura del autor. No obstante, su mayor relevancia pública se inició cuando en 2007 asumió el rectorado de la Universidad Diego Portales, institución privada sin fines de lucro que ha destacado en el país por su calidad académica. De esa relevancia es prueba que el diario El Mercurio lo incorporara como uno de sus columnistas dominicales. 

Con base en su lugar destacado en el ámbito académico y la fuerza de la opinión vertida semanalmente, Peña se hizo una voz sumamente influyente en el país. Especialmente porque, en un medio altamente politizado como el chileno, el rector supo alcanzar análisis y opiniones situados más allá de los enfrentamientos partidarios de circunstancia.

De allí que cuando, hace casi dos meses, empezó la crisis social chilena, la posición adoptada por Peña fuera seguida con interés… y produjera reacciones contrarias en algunos y decepción en muchos. ¿Qué irritó tanto de lo escrito en su columna y lo dicho en diversas entrevistas por Peña?

En octubre, cuando comenzaron las protestas sociales él las atribuyó en una columna a que “Las nuevas generaciones están huérfanas de orientación (aunque no de aplausos de algunos viejos que compensan así la deuda de su propio pasado). Y así carentes de orientación ideológica, quedan presas de sus pulsiones”. Y, negando rotundamente que la desigualdad explicara la revuelta, descalificó a sus protagonistas: “En vez de contar con una orientación ideológica, las nuevas generaciones están convencidas de que su subjetividad, el fervor con que abrazan una causa, la intensidad de sus creencias acerca de la injusticia del mundo, valida cualquier conducta”.

Esa posición del intelectual no es nueva. A mediados de 2017, por ejemplo, expuso en un seminario su tesis de que “la nueva cuestión social” en Chile consiste en la incorporación de sectores medios surgidos a partir de la expansión de la escolaridad, “indóciles a las élites” y “poseídos por la pasión del consumo”. En esos sectores Peña ve “un estado de ánimo, un clima cultural” que alberga malestar debido a que los bienes a los que esos sectores acceden, ahora no confieren el prestigio que poseían cuando ellos no disfrutaban de tal acceso. Esos grupos experimentarían una disociación entre su vida personal y la institucionalidad, lo que, según escribió recientemente, los llevaría a una “situación de anomia”.

Al proponer esa interpretación del malestar como explicación de las protestas que vive Chile, Peña ocasionó que 240 profesores de su universidad expresaran públicamente: “Sin perjuicio de las opiniones que cada uno tenga respecto de la interpretación que el rector Carlos Peña ha emitido en los medios acerca del actual movimiento social, y reconociendo su legítimo derecho a intervenir en la esfera pública, lamentamos y no compartimos la devaluación de los jóvenes como agentes políticos racionales, que se desliza de los dichos del rector. En la misma perspectiva, expresamos nuestra preocupación por las consecuencias negativas que estas declaraciones podrían tener en la convivencia universitaria”. El cuestionamiento del influyente intelectual estaba planteado.

Pero Peña no se circunscribió a caracterizar al actor de las protestas sociales como alguien que habiendo obtenido mucho más de lo que había tenido antes en el país, siente insatisfacción al comprobar que el consumo no le confiere estatus social, sino que lanzó una propuesta que lo alineó con los sectores conservadores. Escribió y repitió insistentemente que, en medio de la situación planteada, lo primero es restablecer el orden porque “la única fuerza legítima es la del Estado democrático”. En esos días acudió a una reunión de consulta convocada por el presidente Sebastián Piñera.

El filósofo había pasado a ser un intelectual del poder, aún cuando posteriormente intentara tomar distancia del mandatario, siempre en nombre del orden, reprochándole: “no logró imponer el orden, ni tampoco conducir la cuestión constitucional. El desorden operó como un verdadero chantaje de la oposición y el acuerdo constitucional, como el precio a pagar para evitarlo”. Sus palabras abrieron entonces una controversia con el oficialismo.

Esta semana, en una entrevista radial, Peña insistió en su rechazo de las movilizaciones, esta vez en nombre de la institucionalidad democrática: “hemos sustituido la competencia pacífica por el poder que llamamos democracia mediante elecciones, por la presión fáctica de la calle para empujar la agenda política”.

Acaso el problema con el que se ha tropezado Carlos Peña no resida en sus consideraciones acerca de una generación que ha accedido al consumo y no encuentra satisfacción suficiente en él, esto es, la interpretación que ofrece como explicación de la crisis chilena actual. Tengo la impresión de que la raíz del asunto está en la visión de su propia función, que en un artículo definió hace algunas semanas: “La tarea intelectual […] consiste en mirar los hechos e intentar conducirlos mediante la razón”. Esto es, no basta analizar y explicar la realidad; parafraseando la repetida consigna de Carlos Marx, el intelectual debe procurar el cambio de la realidad a partir de su interpretación.

Con la soberbia del intelectual hemos tocado. Estamos ante el intelectual que no solamente se cree propietario de la verdad –tentación inevitable en quien se dedica a buscarla– sino que, además, pretende que la vida real sea transformada en acatamiento a a esa verdad suya. La soberbia crea una atmósfera propicia para la tentación del poder, que es la del intelectual que confunde su misión con la del político y que, para realizar su tarea, usualmente se convierte en el consejero del príncipe.

Imagino que Carlos Peña no volverá a ser el intelectual influyente que llegó a ser. Su caso sería lamentable, dadas sus admirables calidades, de no ser porque es uno más en una larga lista a la que la experiencia peruana puede contribuir con muchos nombres, de derecha y de izquierda. Es la lista de quienes desde la labor intelectual cayeron en la tentación de la acción –directa como en el caso de Abimael Guzmán– o mediante el intermediario que estuviese al alcance, civil o militar. Podría pensarse de ellos que quisieron prestar un servicio, pero también puede interpretarse que fueron víctimas de la soberbia al creer que podrían erigirse en quienes dijeran la verdad revelada, la última palabra. Y, como a tantos, les aguardaba el fracaso.