Un hombre mayor y adinerado que se halla en su lecho de muerte 

convoca a sus hijos para expresar sus últimos deseos.

Uno de los herederos le pregunta dónde quiere ser enterrado.

Empieza entonces una enumeración algo sorprendente:

“Si me muero en Madrid, deseo ser enterrado en Sevilla,

pero si fallezco en Sevilla, prefiero ser sepultado en Salamanca;

ahora bien, si muriese en Salamanca quiero ser enterrado en Valencia…”.

Continúa así hasta que otro hijo le interrumpe: “¿Todo eso, por qué, padre?”.

Y él responde con tranquilidad: “Por joder, hijo, por joder”.


Pese a conocer el viejo chiste, pero sin advertir la profundidad con la que cala en el espíritu de los españoles, después de algo más de dos décadas de haber dejado el Perú –durante las cuales viví en otros cinco países y trabajé en varios más–, hice de España mi país de residencia definitiva. Al llegar, cumplidos los sesenta, con cierto kilometraje recorrido y en calidad de profesor universitario, no representaba al inmigrante promedio. Pero sí tenía la misma ilusión de uno de ellos: vivir en un país mejor que el mío. Afortunadamente lo es, pero hace falta advertir los muchos matices.

I

En mis condiciones, vivir en España no solo es mejor que vivir en el Perú. Hasta donde tengo conocimiento, es mejor que vivir en cualquier país latinoamericano. Acaso otorgo un peso excesivo al factor seguridad pero si lo entendemos no solo referido al delito sino también a la salvaguarda respecto de diversos riesgos, la diferencia se inclina claramente a favor de España.

Esa diferencia, sin embargo, no hace de España un país desarrollado como carácter que reconocemos en otros donde la eficiencia de su funcionamiento contrasta con nuestra América Latina. Porque, al fin y al cabo, somos herederos de la cultura española, reconocemos aquí y allá el poco fervor por el trabajo, la escasa devoción por las cosas bien hechas y el entusiasmo excesivo por la diversión y el ocio. Esto último hace de España, sin ninguna duda, el lugar ideal para disfrutar de vacaciones, lo que no es ningún secreto y explica por qué en 2018 el país recibió más de 82 millones de turistas.

Llegar como turista es una cosa; vivir acá es otra muy distinta. Dejadas atrás fiestas y celebraciones, paseos y tragos, organizar la propia vida requiere trámites y gestiones que a menudo aquí resultan tan o más tediosas y frustrantes que en uno de nuestros países. Contratar algo tan simple como el servicio de televisión por cable puede requerir varios días de gestión, prolongados por sucesivos errores del empleado que atendió el pedido. El arreglo de un desperfecto en la casa puede motivar el pedido de que el técnico regrese para enmendar aquello que hizo mal. Y ocurre que los servicios de reparto de paquetes alegan que el destinatario no estaba presente cuando se intentó la entrega, aunque en verdad el repartidor nunca se acercó para intentarla. Todos estos tropezones en la vida cotidiana tienen el reiterado e indisimulable sabor de las conductas propias del subdesarrollo que habíamos creído dejar atrás. En España nos da alcance.

En ese paisaje, la Seguridad Social se yergue como un árbol robusto que acoge a quien necesita de su protección. Como residente, incluso sin tener la nacionalidad española, se tiene derecho a la asistencia en materia de salud y el servicio es bastante eficiente. En el país es probablemente el mayor componente del llamado estado de bienestar, que el apetito voraz de los intereses económicos intenta socavar –aunque hasta ahora con éxitos solo parciales y limitados– mediante asaltos privatizadores. Cuando se mira a los costos que implica un problema de salud en la mayor parte de América Latina, España –con la atención de salud casi a costo cero para el paciente– es un oasis.

También lo es la protección policial. En México oí repetir la advertencia “si te asaltan, no grites: puede venir la policía”. Hace poco se reveló que apenas 16% de los delitos que sufre alguna víctima en el Perú es objeto de denuncia ante la policía debido a que se sabe, de antemano, lo inútil de la gestión. No he encontrado el porcentaje correspondiente en España pero no dudo de que sea mucho mayor que en nuestros países. La razón es que la policía es eficiente y la corrupción es escasa, aunque es verdad que el tráfico de drogas y el de personas no podrían haber llegado a ser lo que son sin contar con vínculos de complicidad importantes en el aparato del Estado.

II

En el centro de toda la vida española se encuentra la dificultad para ponerse de acuerdo. Una de las series más populares de la televisión fue “Aquí no hay quien viva”; emitidos sus noventa episodios entre 2003 y 2006, se repiten hoy en día con gran éxito. La serie cuenta con mucho humor los conflictos cotidianos en un edificio con varios departamentos, cuyos inquilinos discrepan por cualquier cosa y se hacen la vida imposible unos a otros.

La parodia refleja bien las dificultades, en ocasiones insalvables, para confrontar puntos de vista con el propósito de llegar a transacciones y acuerdos. En la vida real este problema en estos años se vive con ocasión de Cataluña, que es, en buena medida, un espejo de las dificultades de una y otra parte para entenderse; antes que nada, porque no hay propósito de hacerlo. Y en estos meses las dificultades para conformar un gobierno en España ilustran el mismo obstáculo. Las diferencias no son de veras negociables y la expectativa es que la discrepancia sea superada cuando uno venza al otro, esto es, por imposición, no por acuerdo.

Esa actitud frente al desacuerdo que está en la base de la imposibilidad de resolver diferendos políticos y sociales estuvo también –con el resultado de millones de muertos– en el origen de la guerra civil librada entre 1936 y 1939. A veces se interpreta que el frecuente “tú o yo” sin acomodo posible replica a la guerra civil, en la que, cuando menos en el bando republicano, las luchas intestinas llegaron a ocasionar muertes de rivales que militaban en el mismo frente. Es una lectura que confunde causa y efecto: en rigor, por esa actitud es que se llegó a la guerra civil, como revela un examen de la historia de España.

III

Desde hace una década el sector servicios ha ido creciendo hasta constituir dos terceras partes del producto interior bruto, mientras la industria se ha encogido y hoy en día es apenas algo más de una quinta parte. Las exportaciones se hallan en crecimiento en esta década y en 2018 constituyeron una cuarta parte del producto. Pero el principal problema de la economía está en el empleo.

El país sufre un problema crónico de desempleo: en los últimos cuarenta años nunca ha sido menor a 8% y en quince de esos años ha superado el 20%. Aunque las alzas en el índice corresponden a picos de crisis económicas y las bajas a momentos de reactivación, no hay una explicación clara para el fenómeno que resulta llamativo en Europa. En 2019, recuperados de la crisis de 2008, el desempleo todavía es de 14%. Y se anuncia que se está a las puertas de otra crisis.

Una explicación puede residir en el peso de la economía sumergida o economía negra, que se estima en una cuarta o quinta parte del conjunto de la economía y que haría aparecer como desempleado a quien en verdad no lo está. Pero esa economía que en el Perú llamamos informal existe en muchos países. En el caso español estamos ante una organización de la economía que es estructuralmente incapaz de emplear a toda su población, a pesar de que las administraciones públicas –en tres niveles: el Estado central, las comunidades autonómicas y los municipios–probablemente multiplican puestos de trabajo de manera innecesaria, repartiéndolos para servir a las clientelas políticas.

Otra clave puede residir en la resistencia a la innovación. Según The Collider, las empresas españolas gastan en innovación 1,2% del PIB, al tiempo que en la eurozona se invierte 2,1% y en Corea del sur es más del doble que en Europa. En una economía que no se renueva, miles de inmigrantes latinoamericanos logran acomodo en la hostelería como auxiliares de baja calificación o como servidores domésticos. Esto último ha aliviado el problema planteado por una población que vive de media más de 83 años y que, en conjunto alberga a 16% mayores de 65 años; el apoyo de los mayores en hijos que trabajan es difícil, si no imposible. Allí ha aparecido el ecuatoriano o la paraguaya que, a menudo con un nivel de educación medio o alto, están dispuestos a acompañar de día o de noche al anciano que no puede valerse de por sí.

IV

Definir a España como un país conservador es equívoco. La aprobación mayoritaria del matrimonio entre personas del mismo sexo, por ejemplo, ha acompañado la ley que lo hizo posible hace catorce años. Y, sin embargo, la resistencia a la innovación, que es palpable en las instituciones, constituye una traba para modernizar plenamente un país en el que las gentes vuelven en cada ocasión posible “al pueblo” en el que nacieron o al de sus padres, en busca de una pertenencia a la que se aferran en razón de su resistencia a una afiliación más amplia.

A menudo, la modernización es más aparente que real. En la universidad, atravesada por tradiciones y prácticas añejas, reiterados intentos de introducir mecanismos para que el mérito prevalezca sobre las relaciones y lealtades personales han fracasado en la mayoría de casos. Las reflexiones de un conjunto de investigadores y docentes muy distinguidos, que encontraron lugar fuera del país, resultan particularmente útiles para entender el atraso de la universidad española, donde vegetan miles de profesores que ganaron un concurso para ocupar la plaza y hacen el mínimo esfuerzo necesario para llegar a la jubilación. Nada de eso ha impedido adoptar, junto a otros países europeos el Plan de Bolonia, que estableció el Espacio Europeo de Educación Superior para facilitar el intercambio de titulados y adaptar el contenido de los estudios universitarios a las demandas sociales, mejorando su calidad y competitividad a través de una mayor transparencia y un aprendizaje basado en el estudiante y cuantificado a través de los créditos. Poco de esa atractiva promesa se ha logrado. Por encima de cambios en las formas, la calidad es la de siempre. La que me hace recomendar, a quien me consulta, no venir a España para estudiar un máster o un doctorado.

En términos políticos, por si hubiera habido dudas acerca de la añoranza por la dictadura de Francisco Franco (1936-1975), los más de dos millones y medio de votos (2.688.092, 10,26%) obtenidos por Vox en las elecciones de abril de 2019 las despejaron. En noviembre, la repetición de los comicios permitió a este partido de extrema derecha alcanzar un millón de votos más (3.640.063, 15,09%).

Desde el establecimiento de esa entidad que se llama en España en 1492 hasta la vigencia de Vox hay una línea de continuidad que pasa por el triunfo absoluto de la Contrarreforma y el ahogamiento del brote liberal que en Cádiz logró aprobar la Constitución de 1812, derogada luego por Fernando VII. En el siglo XIX el carlismo representó entonces el autoritarismo de “Dios, patria, rey” que defendió al catolicismo y la monarquía. Franco encarnó la continuidad de esa línea que hoy recoge Vox con un importante respaldo electoral.

El autoritarismo impositivo que en su momento expulsó a moros y judíos, en nombre de la pureza de sangre, pervive en el odio a los inmigrantes que predica Vox y en el insistente reclamo para imponer en Cataluña un orden homogeneizador decidido en Madrid, objetivo heredado del franquismo. La conducta de fiscales y jueces, al encausar y condenar a los independentistas catalanes, más que una dependencia del poder político, expresa esa raigambre autoritaria según la cual hay una sola manera de ser español y quien discrepa debe ser castigado.

V

A primera vista puede parecer exagerado decir que la España a la que mi mujer y yo llegamos hace 15 años era distinta a esta en la que vivimos hoy. Probablemente sea solo un asunto de imágenes. Pero en 2004 acababa de retomar el gobierno el PSOE, habiendo derrotado al Partido Popular luego de que el electorado descubriera que el gobierno de José María Aznar había responsabilizado falsamente a ETA de los sangrientos atentados del 11 de marzo de ese año en Madrid, para disimular su responsabilidad en la guerra de Estados Unidos contra Iraq, ferozmente cobrada a España por el yijadismo al costo de 190 muertos.

España aparecía entonces como un país de progreso económico y posiciones sociales y políticas avanzadas. El tiempo hizo visible que el improvisado líder socialista José Luis Rodríguez Zapatero no estaba a la altura de la responsabilidad y que su equipo de trabajo tenía más debilidades que fortalezas. La economía se condujo como si el crecimiento estuviera garantizado y no se anticipó el descalabro que llegó en 2008. Las promesas de reforma social se quedaron a menudo en eso, promesas, y sin presupuesto. Los privilegios permanecieron intocados, notoriamente los de la Iglesia Católica, subsidiada de muchas maneras por el Estado. La mediocridad de la dirigencia política española se nos hizo entonces evidente.

Han transcurrido más de diez años del comienzo de la crisis económica y los datos sugieren que el país nunca volvió a ser el de antes de ella. Como en otros países, luego de la crisis los ricos son más ricos y los pobres han aumentado, acrecentándose el sector que hoy araña la tierra para llegar a fin de mes. La Organización de Consumidores y Usuarios se valió de una encuesta para medir en 2018 el índice de solvencia familiar en el que, sobre 100 puntos, se considera una posición acomodada a partir de 53,5 hacia arriba y la pobreza empieza en 33,6 hacia abajo. La solvencia familiar media se situó en 46,2; tres de cuatro encuestados dijeron experimentar dificultades para llegar a fin de mes y solo uno de cada cinco admitieron hallarse en una situación de confort.

La tasa de pobreza severa es la segunda más alta de Europa, asciende al 6,9%, dato que solo supera Rumanía y que duplica la media europea del 3,5%. En Europa, 16,9% de la población se encuentra en riesgo de pobreza, según el sistema de estadísticas de la Unión Europea; en España el porcentaje llega a 21,6. Peor solo están Rumanía (23.6 %), Bulgaria (23.4 %), Lituania (22.9 %) y Latvia (22.1 %); algo mejor, Estonia (21.0 %), Italia (20.3 %), Grecia (20.2 %) y Croatia (20.0 %).

En ese marco de estrecheces económicas se desencadenó la crisis política que acabó con el bipartidismo por el cual el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español se repartieron el poder y los cargos hasta 2014, cuando surgieron Podemos y Ciudadanos como partidos alternativos. Y en un país donde no parecía existir la extrema derecha –o, más bien, se había cobijado bajo el ala simplemente conservadora del PP– apareció Vox en 2018, contra los inmigrantes, contra la igualdad de la mujer, por la negación de importancia al cambio climático y, en general, a favor de las tesis más reaccionarias. El cambio ha sido muy grande.

VI

He cumplido quince años viviendo en España cuando se ha hecho evidente que el país dista mucho de tener un futuro no digo asegurado –lo que en el mundo de hoy es imposible– sino medianamente perfilado. Ese no era el panorama al comienzo de esta década. La economía lucía próspera, aunque, según nos enteraríamos después, en importante medida se basaba en el endeudamiento privado y el crecimiento era alimentado en proporción excesiva por la construcción. De una manera u otra, el consumo estaba a disposición de la mayoría de la población. Los socialistas en el gobierno nacional anunciaban políticas sociales inclusivas que multiplicarían el ya existente bienestar, como en efecto ocurrió durante el quinquenio siguiente.

A partir de la crisis económica de 2008 –generada por el estallido de una burbuja inmobiliaria que dejó un millón de casas construidas o en construcción que no encontraban compradores–, el país ha cambiado radicalmente. La foto aparece en las encuestas que mensualmente lleva a cabo el Centro de Investigaciones Sociológicas y que indaga entre los entrevistados por su visión de la situación del país. En el sondeo de noviembre de 2019, en la pregunta por la situación económica, las respuestas “buena” y “muy buena” suman 5,8% de las respuestas; en cambio, “mala” y “muy mala” totalizan 51,2%. Significativamente, cuando se pregunta cómo se prevé la situación económica dentro de un año, “igual” recibe 35,6% y “peor”, 37%. Las evaluaciones acerca de la situación política son aún más negativas; la consideran “buena” y “muy buena” 2% de los encuestados, frente a 79,6% –¡cuatro de cada cinco!– que la califican de “mala” o “muy mala”. Las previsiones para dentro de un año no consuelan: 35% consideran que se mantendrá igual y 29,5% anticipan que empeorará.

Una economía de baja productividad que no ha acertado en descubrir cómo organizarse para ofrecer su producción en términos competitivos y, en consecuencia, dar empleo de calidad a la población. Una educación que se mantiene en mucho aferrada a un aprendizaje memorístico que no servirá de nada a los futuros buscadores de empleo. Una dirigencia política mediocre, poco atenta a los procesos mundiales en curso y nada preocupada por ubicar al país en ellos, empecinada, como está, en pequeñas luchas por mantener o atraer votantes, en las que el juego consiste en descalificarse unos a otros. Tales son ejes principales del país.

De los déficits españoles de hoy acaso el más grave sea el político, porque hace muy difícil enfrentar satisfactoriamente los otros. A las limitaciones de liderazgo que padecen los actores se ha sumado recientemente el virus de la intolerancia, traído a escena por Vox, el partido de ultra derecha. El clima se ha enrarecido y, como ha observado un analista, “Hacer política hoy en España es gobernar el ruido”.

De ese clima, que privilegia la discordia con miras a dañar al adversario de cara a la siguiente competencia electoral, este fin de año debería surgir un gobierno para el que ningún partido solo tiene mayoría; esto es, se necesita acuerdos que se hacen muy difíciles debido a ese rasgo español dibujado en el chiste que recoge el epígrafe de estas notas.

En cierta medida, España ha entrado en un ritmo típicamente latinoamericano, el de la incertidumbre. Políticamente fraccionado, sus dirigentes constantemente dispuestos a tensar las cuerdas, con un panorama económico problemático que recibe poca atención, el país no ofrece un futuro promisorio. Se dirá, en respuesta, que pocos países lo tienen. Y es verdad. Pero uno lo siente de manera particular cuando se trata del país en el que se vive. Más aún si es el que se escogió libremente para vivir.