Con la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, se vino abajo el por entonces llamado “socialismo realmente existente”. Dos años después colapsó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Se terminó así una referencia que era fundamental –no solo para Cuba, que hasta ese momento se sostenía de la ayuda de Moscú y tuvo que entrar luego al llamado “periodo especial”, de carencias esenciales– como horizonte de las izquierdas: otro mundo, distinto al capitalismo, es posible. Esa estrella se evaporó. 

Nos quedamos en el capitalismo que, además, desaparecida la competencia planteada por la existencia de la URSS, se hizo salvaje. Se reveló entonces un papel del capital que había sido el propugnado por el gobierno de Margaret Thatcher (1979-1990) en Inglaterra y el de Ronald Reagan (1981-1989) en Estados Unidos. Thatcher torció el brazo de los sindicatos y Reagan desreguló el mercado interno y forzó a muchos países, mediante condicionamientos, a hacer lo mismo. El derrumbe soviético pareció confirmar que ambos líderes tenían razón y que su modelo había triunfado. Habíamos llegado al “fin de la historia” –según la expresión tan redonda como desafortunada de Francis Fukuyama– y teníamos que vérnoslas con las condiciones impuestas por quienes ganaron: los dueños.

Bajo la mano dura de Augusto Pinochet, Chile había iniciado en 1973 un capítulo que desde el comienzo fue muy claro en cerrar el juego político y reprimir duramente a toda oposición; en lo económico no hubo una definición igualmente nítida y el producto interior bruto cayó 12.9% en 1975, dos años después del golpe. Los “Chicago boys” tomaron entonces el manejo económico y el crecimiento mejoró salvo otro enorme bache en 1982 (-11%) y otras dos caídas menores en 1999 y 2009. No obstante su dependencia de la exportación del cobre –cuyo valor equivale a la mitad de todas las exportaciones–, Chile ha modernizado el funcionamiento su economía.

Esa imagen resultó completada con la democracia que se abrió paso hace treinta años, cuando la oposición ganó el plebiscito a Pinochet. Un centro-izquierda moderado ha gobernado 24 de esos años, mientras que la derecha ha estado a cargo del país algo menos de seis años. La combinación del libre mercado heredado de los “Chicago boys” con la realización de elecciones periódicas pareció ser algo así como “el fin de la historia” latinoamericano. Pero en el último mes se ha revelado tan engañoso como el de Fukuyama.

De pronto, una pequeña alza de las tarifas del metro de Santiago –aderezada con declaraciones y gestos de las autoridades, tan despectivos como torpes– dio lugar a una conmoción que, tres semanas después, no encuentra fin. Llaman la atención la violencia en algunas manifestaciones, la agresividad con la que ciertos grupos atacan a la policía y la virtual parálisis de los políticos del gobierno y la oposición ante lo que ocurre.

Mientras el gobierno de Salvador Piñera da manotazos de ahogado en busca de una salida, las interpretaciones se han multiplicado en estos días. Se ha empezado a mostrar asuntos conocidos pero a los que no se otorgó el peso que ahora, a la luz de la asonada popular, se tiene que reconocer. La educación pública es de muy mala calidad. La salud es un bien inalcanzable para la mayoría de la población. Si bien el desempleo es menor a 7%, la remuneración mínima –400 dólares estadounidenses hasta el comienzo de los disturbios– no es la de un país en camino a dejar atrás el tercer mundo.

Un eje de la situación está en la economía del modelo, según la cual la salud no es un servicio público sino que debe contratarse con organizaciones particulares guiadas por el propósito de lucro, al tiempo que la educación deseable no es un derecho porque es privada y cara,. Ambos servicios alcanzan precios prohibitivos para el nivel de ingresos de una buena parte de la población. Respecto de la jubilación hay una vía obligatoria –las AFP en Chile– que produce escasos beneficios a los aportantes pero es un gigantesco recolector de recursos para financiar al sector privado.

Los políticos en el gobierno durante las tres últimas décadas no se han hecho cargo de esta situación y cuando –como Michelle Bachelet intentó– propusieron aumentar impuestos para mejorar la atención pública de servicios esenciales, el empresariado se negó en redondo. El chantaje fue el conocido: dejamos de invertir y la economía se hunde.

Ahora el país es el que aparece en hundimiento. Sería un lugar común decir que nada va a ser igual después de estas semanas en las que los chilenos no solo han expresado malestar sino que han mostrado rabia. Es cierto que hay grupos extremistas que tratan de llevar ese malestar a una situación inmanejable. Como es cierto que hay grupos de delincuentes que organizan los saqueos y revenden luego los productos en internet. Pero nada de eso puede llevar a perder de vista que la mayor parte del país respalda la protesta, como se vio el 25 de octubre en la marcha de más de un millón de personas en Santiago.

El modelo ha dejado de serlo. Porque no es aceptable la combinación de una economía en crecimiento pero que no redistribuye, con elecciones periódicas de las que surgen autoridades que no responden a las demandas ciudadanas. La razón: la promesa del modelo resulta inalcanzable. Al tiempo que se estimula expectativas no se tiene los medios para satisfacerlas. Esta es la gran lección de lo que está ocurriendo en Chile, una especie de rebelión ciudadana que ningún actor político controla y cuya desembocadura es impredecible.

Otra referencia internacional parece haberse licuado. Pero si ocurre esto en Chile –que en la región latinoamericana era el alumno aprovechado de la clase–, ¿en qué otros países puede ocurrir un derrumbe semejante? Es lo que deben estar preguntándose –o deberían estar preguntándose– los políticos nuestros. No es suficiente no robar. Hay que tener respuestas y ser capaz de ejecutarlas.


(Foto: www.duna.cl/)