Una de las oportunidades que ofrece llegar a la vejez es la de mirar las trayectorias que, a lo largo de los años, desarrollaron amigos y conocidos. En ese examen destacan, al lado de las continuidades, muchos cambios: de pareja, de ocupación, de país de residencia y, por supuesto, de opción política o, más genéricamente, de forma de ver el mundo. 

Algunos no dan sorpresa alguna: están en lo mismo que siempre estuvieron. Otros, en cambio, dieron una o varias volteretas que asombran. Finalmente, algunos otros ajustaron algo el rumbo, con matices o precisiones que la experiencia les aconsejó: ni se mantuvieron aferrados a sus primeras elecciones, ni pasaron a posiciones totalmente opuestas.

En el primer sector están quienes no cambiaron de país, ni de pareja, ni de ocupación, ni de manera de ver las cosas. Mi impresión es que, en ese círculo relativamente reducido que nos es cercano, y ciertamente no es representativo de las mayorías sociales, estos son los menos. Pero no son pocos y algunos son todavía visibles. En ellos llama la atención que la vida no les haya hecho ver que en la juventud tomaron algunas opciones que la experiencia demostró equivocadas y que no hayan sentido en sus vidas la insatisfacción que a otros nos condujo a cambiar preferencias importantes.

Asombra ver a adultos mayores o muy mayores que defienden exactamente lo mismo que en los años sesenta del siglo pasado, como si en medio siglo no hubiéramos aprendido nada. Para unos, dado que la defensa de la Cuba de Fidel –ante las evidencias– ya está fuera de lo posible, es hora de argumentar a favor de Maduro pretendiendo que hay razones donde no las hay. A otros, que desde jóvenes se alinearon en la defensa de un orden caduco, pobreza y desigualdades siguen sin importarles en una época en la que hasta al Fondo Monetario Internacional advierte de sus peligros, que en estos días Chile ha mostrado.

En el sector de los que cambiaron radicalmente de rumbo político, los ejemplos son de izquierda porque es desde allí que han saltado los acróbatas; la ruta inversa, de derecha a izquierda, prácticamente no se da. Me siguen desconcertando algunos amigos que militaron en las izquierdas argentinas –y, desde allí, fueron ferozmente críticos del peronismo– para pasar en años recientes a la defensa del kirchnerismo. No les importa que los Kirchner llevaran al país a la ruina económica, que falsearan las estadísticas nacionales, ni que la pareja y su corte saquearan los fondos públicos. Una misteriosa autopista ha conducido a gentes que conozco del culto al Che hasta la devoción por Cristina.

He visto de cerca un lamentable ejemplo que es aún peor. Hace décadas conocí en el Perú a una pareja –estadounidense él, brasileña ella– que en términos gringos eran liberales, esto es, se situaban en el ala izquierda del Partido Demócrata. Se mantuvieron en eso hasta la elección de Obama, en cuyas campañas estuvieron muy activos. Decidieron entonces mudarse a Brasil y hace unos meses, decepcionados por la corrupción en los gobiernos del PT, confesaron haber votado por Bolsonaro. He pensado en este salto –mortal, podría decirse– y no encuentro explicación alguna.

En el ámbito nacional, provenientes de grupos de la izquierda, también ocurrieron brincos llamativos. Por ejemplo, el de algunos que militaron en las ramas militaristas de sus partidos y, al cabo de algunos años, se les encuentra domesticados en el manso –y exitoso– ejercicio profesional. Y no faltan los que fueron dirigentes estudiantiles radicales y, en estos tiempos de redes de corrupción, aparecen como defensores de personajes despreciables.

Entre los casos más pasmosos encuentro los de quienes en sus años universitarios fueron trotskistas. Gentes inteligentes, la mayoría, que asumiéndose herederos del profeta, creían ser la izquierda de la izquierda. Algunos de ellos siguen bien situados en la escena pública. Pero este, que cargaba en sus hombros a Hugo Blanco, se hizo figura en radio y televisión a partir de su vinculación con Montesinos. Y aquella chica que repartía volantes incendiarios en el campus de la Católica pasó a ser una entrevistadora estrella, alineada con el grupo propietario más reaccionario del diario que en una época defendía al clan Fujimori.

La frase sentenciosa “Solo Dios y los imbéciles no cambian” –que en la política peruana fue muy explotada, para justificarse, por Enrique Chirinos Soto, primero, y por Alan García, después– ha sido atribuida a diversos personajes de la historia. Que el cambio es no solo inevitable sino incluso deseable, para enmendar entusiasmos equivocados y corregir errores o precipitaciones, es lo que llama a preguntarse por lo ocurrido con aquellos que nunca cambiaron. Pero, ante ciertos cambios de trayectoria, es inevitable la cuestión de si algunos de estos casos muestran solo cambios políticos o también mutaciones morales.