Si se repasa lo ocurrido en las últimas cuatro décadas, luego de “recuperada la democracia”, se llega a la conclusión de que el único gran ilusionista en la esfera pública fue Alan García. En la campaña electoral que lo llevó a su primer gobierno, él supo vendernos la ilusión de “un futuro diferente”, que en los hechos vino a demostrarse diferente pero no mejor. Los demás protagonistas han sido fruto de la resignación ciudadana a escoger al menos malo –“menos peor” es más decidor pero no es buen castellano–, empezando por Fernando Belaunde en su segundo gobierno y terminando, de momento, con PPK. 

En el medio, es cierto, ha habido fogonazos de ilusión que alimentaron esperanzas entre algunos y, en definitiva, resultaron de escasa duración. La lista empieza con Alberto Fujimori –“un peruano como tú”, elegido por el temor al shock anunciado por Mario Vargas Llosa– y en los meses recientes Martín Vizcarra se ha incorporado a ella, valiéndose de la promesa de una lucha contra la corrupción que se ha focalizado en el combate a quienes integraban la mayoría parlamentaria y ha llegado al cierre del Congreso. Como era de preverse, el manotazo ha producido un hipo de aprobación en las encuestas.

Probablemente las encuestas muestren algo muy distinto cuando se compruebe que los integrantes del Congreso a ser elegido en enero no sean muy diferentes de los que hasta hace una semana se sentaban en él. Lo que es hacer política en el Perú de estos días llevará a que muchos de ellos sean –para usar las palabras escogidas por nuestro premio Nobel para calificar al elenco congresal saliente– semianalfabetos y, tal vez, varios, forajidos.

Pero será lo que haga –o no haga– el Poder Ejecutivo, y no el Legislativo, aquello que produzca más temprano que tarde un giro en la actual aprobación del gobierno y del presidente Vizcarra. Si bien no se ha usado mucho el argumento de que el Congreso obstruía la acción gubernativa, algo de eso ha servido al presidente como apoyo para justificar el mediocre saldo de sus casi 20 meses de gobierno. Carente de un proyecto para el país –como todos los demás actores del espectro político–, el gobierno no producirá resultados en el año y medio largo que resta al periodo. Se verá entonces que la ineptitud no estaba localizada solo en la Plaza Bolívar.

Es verdad que, cancelada la oposición congresal, Martín Vizcarra encontrará una nueva excusa en la trabazón que se anuncia en torno al Tribunal Constitucional. La discusión sobre quién tenía facultades para hacer qué, si el presidente o el congreso disuelto, se alargará durante meses, alimentada por el concurso de actores internacionales. Incluso tendrá que afrontar una cuestión previa: quiénes deben integrar la instancia que, precisamente, deberá resolver la pregunta clave en torno a la constitucionalidad de las medidas adoptadas. Engorrosas discusiones jurídicas entretendrán al público, aunque no por mucho tiempo.

Es, pues, predecible que las esperanzas de un cambio, acaso generadas en estos días, se evaporarán en un plazo relativamente corto. Los ciudadanos volverán entonces a la resignación que ha aconsejado votar por “el menos malo” en cuanta ocasión electoral se presentó. Hace mucho que el cambio del país no está en la agenda. Y, por más que Fernando Rospigliosi lance la advertencia de que el gobierno se escora a la izquierda y Roberto Abusada se empeñe en asustar a la opinión ilustrada con el imaginario riesgo de que ahora se cambie el modelo económico, ya la joven ministra de Economía, María Antonieta Alva, se ha encargado de decir que se mantendrá el rumbo.

El rumbo es el de “las reformas estructurales”, que otorgan garantías a los de arriba y no a los de abajo. Dos décadas después de iniciado “el milagro peruano” con un crecimiento económico sostenido de casi 5% anual, pese a la declinación estadística de la pobreza, la mayoría de los peruanos no tienen acceso igualitario a servicios de educación, salud y justicia con un mínimo de calidad. La inclusión social ha sido incorporada como materia de discursos y documentos oficiales pero es objeto de proyectos manifiestamente insuficientes. Y las desigualdades sociales siguen siendo insultantes.

Al tiempo de que el mercado se ha convertido en la medida de bienes y personas, en el Perú como en buena parte del mundo occidental– se ha introducido exitosamente como sentido común la creencia en que ningún otro modelo económico es posible. Por eso es que el cambio del país no está en la agenda de este gobierno, ni en la de aquellos que se encaraman al escenario político para hacer de las suyas.

Cuando el ciudadano medio vuelva a comprobarlo, si tiene edad suficiente, recordará que esa decepción ya la vivió con el primer y el segundo gobierno de García, con Toledo, con Humala y con PPK. Y así, sin saberlo, concordará con Alberto Vergara: “Con todo lo que hemos visto en estos años, yo ya no confío en nadie. Nuestros políticos son culpables hasta que demuestren lo contrario.”

Entonces, en vista de la falta de alternativas, a nuestro ciudadano le quedará solo la resignación porque no hay lugar para que su inconformidad se convierta en rebeldía, ni para que el resentimiento acrecentado encuentre vías de desahogo en aquello que llamamos democracia. Es el marco adecuado para que la vida social continúe degradándose.