Cuando se mira la historia de estos casi doscientos años de república, se constata que el cambio se ha prometido una y otra vez en el país, con los resultados que conocemos. No obstante, desde hace algunos años el empeño por cambiar el país no parece estar en la agenda pública. Las “reformas estructurales” –que sabemos que benefician a los menos y golpean a los más– parecen haberse impuesto. La idea de una transformación, de un país distinto, es ahora algo que no se propone; casi no se imagina.
El bicentenario, que está a la vuelta de la esquina, con su simbolismo quizá pueda ser el momento de plantearnos –más allá de discursos puramente retóricos– si queremos que el país cambie luego de estos dos siglos con más errores que aciertos. Y quienes quieran un cambio, deberán preguntarse qué se necesita para lograrlo.
Una búsqueda frustrada
Manuel Pardo fue el líder que en el siglo XIX planteó seriamente un proyecto de cambio para el que no logró reclutar al sector dirigente. Con propuestas muy distintas, en el siglo pasado Augusto B. Leguía incorporó a los sectores medios a su proyecto de modernización; años después José Luis Bustamante y Rivero puso énfasis en un régimen político democrático y Fernando Belaunde en los años sesenta propuso diversas reformas que luego no llevó a cabo; Juan Velasco Alvarado pretendió cambiarlo todo y no lo logró; y Alan García anunció un futuro diferente que terminó como un pasado vergonzoso.
Todos estos líderes contaron, en mayor o menor medida, con un diagnóstico del país, que es el primer requisito para ir a un cambio: saber cuál es el terreno que se pisa o cómo se entiende este Perú-problema. El primer movimiento político que formuló un diagnóstico abarcador del país fue el aprismo, que en los años treinta del siglo pasado consideró a este como “un país adolescente”, devorado por el imperialismo estadounidense con la complicidad de la oligarquía nativa. Eso fue lo que planteó Haya de la Torre en sus libros, en las plazas y en el aula magna de Alfonso Ugarte. Cuando optó, años después, por una domesticación que lo hiciera aceptable a los “señores”, modificó en mucho el radical diagnóstico de partida con el que los había sobresaltado. Y entonces Víctor Raúl extravió la brújula.
José de la Riva Agüero intentó formular una visión del Perú, alternativa a la del radicalismo aprista, que Víctor Andrés Belaunde luego prolongó. La propuesta estaba encaminada a servir a los sectores dominantes del país como marco de orientación; pero estos, poco ilustrados como han sido siempre, la desdeñaron. La derecha política se quedó así, hasta la década de los años noventa, sin una perspectiva articulada, guiada solo por sus instintos conservadores.
José Carlos Mariátegui hizo un diagnóstico paralelo al de Haya, que alcanzó consagración en sus Siete Ensayos. Aunque no sirvió en lo inmediato para la acción política –que un Eudocio Ravines a cargo del Partido Comunista llevó al desbarrancadero por seguir instrucciones de Moscú–, décadas después ese diagnóstico fue convertido en biblia por diversos grupos de izquierda que se enfrentaron agresivamente entre sí, disputándose una herencia intelectual que para entonces estaba algo desactualizada, dada la evolución del país.
Antes de que surgiera esa “nueva izquierda” que hoy luce muy envejecida, la Democracia Cristiana formuló en los años sesenta un diagnóstico del que Héctor Cornejo Chávez fue portavoz. Siendo un partido de elites, la DC aportó su visión del país a la candidatura de Fernando Belaunde en 1963, que hasta entonces se basaba en frases sonoras sin contenido, como “El Perú como doctrina”. Fracasado el primer gobierno belaundista, el diagnóstico democristiano fue alcanzado al proyecto velasquista, donde se conjugó con las elaboraciones de Carlos Delgado, el verdadero ideólogo del gobierno militar, que se había formado en las canteras apristas.
En oposición al velasquismo, la izquierda se desenvolvió durante los años setenta en un abanico de partidos que operaron a partir de un diagnóstico que declaraba raíces en Mariátegui. No obstante, aprovechó el boom de producción de las ciencias sociales e incorporó nociones como la de dependencia y la de colonialismo interno para identificar los principales ejes explicativos de una realidad que se empezó a reconocer como compleja. Ahora es claro que el diagnóstico no prestó atención suficiente a los elementos culturales que tan decisivos se han revelado a la hora de ejecutar reformas en el Perú y, más bien, fue entorpecido por un indigenismo algo fantasioso que hasta hoy alimenta espejismos.
Descarrilada el APRA, fracasado el proyecto militar y reducida la izquierda a un papel marginal, quedamos huérfanos de ideas. Los diagnósticos, certeros o equivocados, que habíamos producido en el país fueron reemplazados por una ideología –la del neoliberalismo– que fue distribuida en escala mundial. Contando con la complicidad de los medios de comunicación, cuatro o cinco postulados fueron impuestos como verdad revelada por unos pocos pensadores y muchos políticos. Desde el otro lado, Abimael Guzmán creyó que para hacer la revolución bastaba importar un conjunto esquemático de origen chino y venderlo a los jóvenes militantes que fueran reclutados; el “análisis concreto de la realidad concreta” estuvo más bien ausente en su simplificación sobre el país “semifeudal” que produjo miles de muertos.
Cómo “vender” al candidato
Carentes de ideas, las campañas electorales se han reducido en las últimas tres décadas a un torneo de consignas publicitarias que lograron, por ejemplo, que la frase “Un peruano como tú” llevara a un hijo de japoneses a la presidencia. Mario Vargas Llosa se apoyó en un simulacro de diagnóstico elaborado por Hernando de Soto en torno a la noción de informalidad. A esa simplificación, nuestro novelista añadió una interpretación proveniente de sus lecturas liberales, no del análisis de la realidad.
Hace décadas que se hace política en el país sin partir de diagnósticos que den lugar a propuestas trabajadas. Las articuladas elaboraciones que habíamos leído en Haya y escuchado de Velasco fueron reemplazadas por el trabajo de publicistas que “venden” candidatos como cualquier otro producto que –digamos, en vez de eliminar las manchas de la ropa– será capaz de salvar al país. Para ese trabajo usan encuestas de preferencias ciudadanas, no diagnósticos de los problemas del país.
Entre tanto, el país se ha hecho más complejo, en parte por su nivel de envilecimiento. Es un país donde el dinero negro de todos los tráficos es ya incalculable, donde eslabones formales e informales se unen en el proceso productivo y donde lo legal y lo ilegal está separado por fronteras tenues o porosas. La corrupción tiene bajo proceso judicial a todos nuestros ex presidentes vivos y algunas de las instituciones han caído en manos de los “hermanitos” que rematan sus decisiones al mejor postor.
No tenemos una visión de conjunto del Perú actual. Las ciencias sociales han seguido produciendo trabajos cuyos resultados ofrecen exámenes –en algunos casos, estupendos– de fragmentos de esa realidad diversa. Tenemos excelentes fotos pero ninguna buena película que nos permita ver claro en qué país estamos.
Contra la realidad diversa y heterogénea, e insuficientemente estudiada e interpretada, se estrellan las visiones que a menudo traen de fuera costosos asesores de imagen; la función de estos no es producir una propuesta de gobierno que contenga políticas de Estado, sino provocar en el momento oportuno el relumbrón que pueda hacer ganador al candidato que lo ha contratado. Sin una visión del país –el que tenemos y el que se quiere–, en vez de propuestas tenemos estrategias de comercialización o simples ocurrencias.
En el río revuelto han alcanzado audiencia voces que se apoyan en el fervor y el dinero de grupos religiosos que buscan imponer en el país reglas morales de otras épocas. Y que, comprando lugares en la escena política, ejercen cierto poder en medio de una confusión alimentada por la ignorancia.
Tampoco las protestas sociales, que se han ido instalando en el país como parte de lo cotidiano, son portadoras de un proyecto. Son reclamos de intereses locales –en ocasiones justificados pero a veces desmesurados– que están sujetos a diversos tipos de utilización pero que no tienen en mente un país distinto.
Hacer política es enriquecerse
Finalmente, con diagnósticos anticuados o inexistentes, sin propuestas del país que se quiere crear, los actores políticos disponibles –quienes están en los cargos o quienes desde el ejercicio de la oposición buscan estarlo– tienen más ambición que ideas. En julio, el presidente Vizcarra ha ofrecido un ejemplo penoso, durante su diálogo con las autoridades arequipeñas, de hasta dónde puede llegar un primer mandatario cuando carece de norte.
Ese marco explica en parte la disponibilidad de todos para que los financie el diablo si es preciso. Se trata de ganar, aunque no se tenga idea acerca de para qué. El para-qué es en buena medida un propósito individual e inconfesable.
Como aquello que se busca hacer no importa, cada gobierno fracasa, uno tras otro. No puede decirse que fracasan porque traicionen sus promesas; mírese la última campaña electoral PPK vs. Keiko: ni siquiera hubo promesas.
Meses atrás, un diario publicó la lista de políticos prófugos, que incluía un ex presidente, un congresista, dos ex gobernadores regionales y 36 alcaldes. Los gobernadores sentenciados y prófugos ahora ya son cuatro. A eso llevan las ambiciones desmedidas, sin diagnóstico y sin propuestas. Gentes carentes de un mínimo de honestidad se han situado como dirigentes.
El éxito indudable en la organización de los Juegos Panamericanos y las 39 medallas obtenidas han inyectado temporalmente oxígeno al entusiasmo nacionalista. Si el espejismo durara dos años, el bicentenario se convertiría en una serie de celebraciones consistente en muchos discursos huecos, algunas inauguraciones y los tatachines de pretensión patriótica que nunca pueden faltar. El asunto de cambiar el país, hasta ahora, no está presente. Queda poco más de un año para incorporarlo en el programa.
(Ilustración: aicd.companydirectors)