El ciudadano que se dirige a un juzgado, para reclamar un derecho o porque es sindicado como responsable de una falta, no sabe lo que le espera. Películas y series de televisión –sobre todo las estadounidenses– han contribuido a que se imagine abogados que defienden a quienes lo necesitan y lo merecen, fiscales que realmente persiguen a los verdaderos delincuentes, y jueces que deciden rectamente a la luz de pruebas sólidas. Solo excepcionalmente se retrata en la pantalla a abogados pillos, policías corruptos, y fiscales y jueces que hacen de las suyas. 

Es verdad que las encuestas de opinión confirman una y otra vez que la impresión generalizada en el país es que la justicia no nos trata como iguales y que en sus instituciones la corrupción está muy extendida. Aún así, es probable que el ciudadano que tiene la desgracia de ir a un tribunal en el Perú no imagine lo que tendrá que enfrentar.

Para que la venda caiga de los ojos, el año transcurrido desde que se conocieron los audios de Lava Juez ha sido muy útil. Ejemplo uno: los fiscales supremos –que se hallan en la cúspide del aparato encargado de perseguir el delito– son cinco. Tres de ellos se encuentran cuestionados por sus relaciones con una organización delictiva. Ejemplo dos: en la Corte Suprema hasta ahora no se ha dado una explicación sobre el llamativo hecho de que ningún colega de César Hinostroza supiera de sus vínculos oscuros con “la señora K” y con algunos litigantes a quienes ofrecía rebajar o anular sentencias. Y tampoco se ha explicado cómo ese sujeto podía hacer esas ofertas sin contar con la complicidad de algunos de sus compañeros de tribunal.

Los ejemplos siguen sucediéndose día a día. Entre los más recientes, uno es el del hombre que agredió a su pareja con un cúter para desfigurarla y al día siguiente fue puesto en libertad por una jueza que no pareció advertir el peligro de que el personaje complete su tarea. Otro es el de un juez que rechazó, valiéndose de un argumento ridículo y una redacción penosa, el pedido de un fiscal para examinar el teléfono celular de Alan García a fin de indagar las conexiones de uno de los casos de soborno más importantes de su gobierno. Y así, casi a diario, se conocen decisiones judiciales que solo la ignorancia profesional, la más clamorosa falta de criterio o la extendida corrupción pueden explicar.

Pero eso es apenas lo que llega a los medios. Entretanto, miles de casos se acumulan en los anaqueles y merecen poco interés. Se atiende de veras los casos para los que hay vigilancia de los medios de comunicación y aquellos en los que hay dinero de por medio. Siempre se dirá que en todo canasto hay alguna manzana podrida. Pero, en el caso de la justicia peruana, la corrupción es sistémica. Quizá fue Vladimiro Montesinos el que inauguró esa etapa de la corrupción judicial extendida, montando redes que iban desde el abogado litigante hasta el juez supremo. Montesinos fue a prisión y cambiaron los nombres pero el sistema ha permanecido, conforme muestra el caso del juez Hinostroza.

Quienes están familiarizados con el quehacer judicial saben que algunas de aquellas decisiones “que claman al cielo” no son tomadas por los jueces que están formalmente a cargo del caso. Bajo el argumento –sea razón cierta o sea excusa de la negligencia– del exceso de trabajo por la carga de casos, el personal auxiliar de juzgados y tribunales prepara “borradores” que el juez firma, a veces sin leer el texto. Entre ese personal, que no siempre ha completado los estudios de derecho, también hay insuficiencia profesional y ética.

Los casos que se deciden día a día reciben una atención lenta y negligente. Por ejemplo, para resolver demandas de alimentos –que son una parte muy importante de la carga judicial– en los juzgados hay “modelos” en los que, luego de meses de tramitación inútil, simplemente se rellenan los nombres de las partes y se fijan cantidades estándar, sin atender a las particularidades del caso: necesidades de los hijos y condiciones económicas de los padres.

En parte, las incapacidades del sistema se explican por la carencia de recursos que el documental Justicia de papel, producido por el diario El Comercio, recientemente ha puesto en evidencia. Un solo ejemplo ilustrativo: los “colaboradores eficaces” de Odebrecht han puesto a disposición de los fiscales peruanos miles de documentos y de correos electrónicos con los que, según aseguran, se prueba aquello que han declarado en torno al sistema de sobornos que la empresa pagaba para que se le adjudicaran obras públicas. ¿Cuántos funcionarios necesitaría el equipo especial del Ministerio Público para examinar ese material? ¿O cuánto costaría diseñar un programa informático que, cuando menos, pudiese encontrar las evidencias más sólidas para ser usadas en los casos bajo investigación? Las carencias del Ministerio Público hacen que mucha de esa documentación no pueda ser utilizada en los procesos en curso.

Investigar, juzgar y condenar a quien lo merece no es solo cuestión de decisión, aunque estar dispuesto a hacerlo sea un indispensable primer paso. También es asunto de contar con recursos para hacerlo. Recursos humanos bien preparados y recursos técnicos que son costosos. Como el documental mencionado muestra, en materia de recursos la justicia peruana –aparte de los jugosos 42,717 soles que cobra cada mes un juez de la Corte Suprema– es endeble. Los procesos de selección encuentran pocos candidatos merecedores de los cargos y, sobre esa situación, los tejemanejes se encargan de que no siempre se nombre a los menos malos. Los sueldos del personal auxiliar siguen siendo miserables. Y la organización es arcaica.

En ese mar de mediocridad y corrupción algunos jueces y fiscales dan lo mejor de sí, navegando a contracorriente para hacer justicia. Son pocos o no acceden a los cargos desde los cuales acaso podrían hacer algo para cambiar el sistema. Y, además, tienen que enfrentar a los piratas del ejercicio profesional: miles de abogados litigantes que han hecho de todo tipo de triquiñuelas sus armas principales para entorpecer la actuación de la justicia… y cobrar por ello.

Quizá hay quien crea que esa realidad puede ser cambiada de la noche a la mañana con una nueva entidad a cargo de ella, a la que se le ha sustituido el nombre y para integrar la cual no se ha encontrado hasta ahora una sola persona meritoria. Transformar el sistema de justicia de pies a cabeza, que es lo que requiere, es un objetivo todavía muy distante.