El fujimorismo es un aparato político que, originalmente constituido en torno a la figura del ex presidente, ha ido mutando a lo largo de tres décadas, conforme cambiaban las circunstancias y distintos actores se sumaban al movimiento. Siempre se ha valido de los mecanismos tradicionales de clientelismo –asignar puestos, otorgar favores, repartir prebendas– para asegurar lealtades. A las redes así creadas desde puestos de gobierno se añadió el autoritarismo de “mano dura” que en el Perú, como en otros países de la región, registra antecedentes importantes. Fue el “sanchezcerrismo” que la derecha movilizó contra el APRA revolucionaria de los años treinta y fue el “odríismo” que intentó contener los reformismos de los años cincuenta y sesenta. El fujimorismo creció como respuesta a las intentonas revolucionarias de los años ochenta que cristalizaron en la sangrienta lucha armada iniciada por Sendero Luminoso. La propuesta conservadora y autoritaria del fujimorismo tiene, pues, una auténtica base popular en el país desde hace mucho.  

Ya durante la década de los años noventa, el movimiento fujimorista atrajo a figuras extremadamente conservadoras como Juan Luis Cipriani, diversos líderes evangélicos y una serie de militares de alta graduación, hoy en retiro como Carlos Tubino Arias-Schreiber. Así robustecida, la propuesta del fujimorismo encontró auditorio en un buen número de empresarios aún escaldados por las reformas del general Velasco Alvarado de los años setenta y la amenaza de los grupos insurgentes en la década siguiente. En la semana previa a la segunda vuelta de las elecciones de 2016, en diversos directorios empresariales se veía con temor la posibilidad de que ganara PPK porque se le consideraba “blando” en temas que no son reclamos de izquierda sino de la modernización: combate a la discriminación por sexo o por raza, liberalización en materia de aborto y de homosexualidad, relaciones con la Iglesia, etc.

En las sucesivas campañas electorales, en las que la heredera Keiko ha sido el mascarón de proa del fujimorismo, se fueron sumando otros actores, la mayoría de ellos desconocidos hasta el día en el que fueron elegidos como parlamentarios. Como resultado, la mayor parte de la bancada de Fuerza Popular no está integrada por afiliados al partido sino por sujetos que candidatearon como “invitados”. Este eufemismo disfraza la condición de aquel que, para ser incluido en la lista de candidatos, entrega una considerable suma de dinero para la campaña electoral.

Como “invitados” aparecen entonces –por cierto, no solo en el fujimorismo– sujetos que representan grupos de interés –legales e ilegales– y que solo siguen al partido en cuanto no resulten contrariados aquellos intereses a los que representan, sean iglesias evangélicas ultraconservadoras, universidades privadas de buenos ingresos y pésima calidad, mineros ilegales o grupos delictivos dedicados al narcotráfico o la trata de personas. La frágil condición de “invitados” explica que, en los tres años transcurridos desde la última elección parlamentaria, 23 congresistas elegidos en la lista de Fuerza Popular hayan dejado este grupo parlamentario con el que tuvieron un vínculo ocasional y oportunista.

Entre militantes e “invitados” se han multiplicado actos vergonzosos de poca o mucha monta. Desde negociados efectuados en abuso de la función pública hasta manoseos a una mujer que se pusiera al alcance, pasando por el falseamiento de hojas de vida e impagos en pensiones alimenticias. Nunca como hoy la condición de parlamentario, en manos de estos personajes deleznables, había caído tan bajo.

En las filas del fujimorismo se puede encontrar, pues, tres sectores reunidos, no siempre ordenadamente. Uno es el núcleo duro fujimorista, heredero legítimo de un régimen de violaciones de derechos humanos y de corrupción; en este sector destacan quienes integraron el gobierno de “don Alberto”. Ni siquiera la familia ha permanecido alineada en este escalón, aunque sí permanecen unidos en los negocios. Un segundo sector está constituido por esa horda de allegados que compraron su derecho a un lugar en las listas parlamentarias, ostentan la condición de representantes de intereses bastardos y a diario protagonizan escándalos de diversa monta. Finalmente en el tercer agrupamiento está el conjunto de aliados poderosos que alimentan al fujimorismo de sus posiciones conservadoras o, más bien, reaccionarias en un sentido riguroso. Estos últimos buscan volver al pasado, a un mundo en el que “los de arriba” controlaban la vida del país y de los peruanos según criterios de casta. Católicos y evangélicos de ultraderecha alimentan de fervor este horizonte.

Los protagonistas de los episodios vergonzosos, por más vileza que muestren en cada nueva revelación, son tan secundarios como prescindibles. En cambio, los operadores políticos de la representación parlamentaria fujimorista y sus aliados reaccionarios confluyen en una visión estratégica; mientras los unos quieren copar el poder del Estado para disfrutarlo, los otros anhelan imponer por esa vía una visión del pasado. Ambos buscan el encuentro con un sector autoritario de la ciudadanía que no es mayoritario pero se ha acercado electoralmente a constituir la mitad de los votos. Esa es la base popular que dio legitimidad a la alianza.

Con esa fuerza y los recursos disponibles a actores poderosos, se libran campañas sobre sus temas favoritos –el combate a lo que llaman “ideología de género” parece ser el preferido– y buscan desterrar a quien se les oponga. No quieren dejar libre ningún espacio entre la alianza conservadora y la izquierda más radical. O se es fujimorista o se es terruco.

El acoso parlamentario a los dos presidentes instalados en los últimos tres años corresponde a la estrategia fujimorista que, probablemente de modo algo torpe, buscaba sembrar obstáculos para facilitar la llegada de Keiko Fujimori a la presidencia en 2021, en lo que sería su tercer intento. Esta posibilidad ha ido haciéndose bastante improbable, no solo porque el fujimorismo –al tiempo de revelar aquello de lo que es capaz en la persecución de sus objetivos– ha ido perdiendo fuerzas y simpatías sino, sobre todo, porque Keiko tiene asuntos varios que aclarar en la justicia.