La onda expansiva del caso Lula –condenado en un proceso en el cual juez y fiscales conspiraron con un propósito político– va mucho más allá, o más acá, de las fronteras brasileñas. Después de hurgar durante los últimos años en el funcionamiento de la judicatura, toca ahora mirar de cerca lo que está ocurriendo con los fiscales, personajes clave en la investigación de delitos. 

Actores de importancia reciente

El Ministerio Público, institución que agrupa a los fiscales, ha sido una institución secundaria durante muchas décadas. Incluso, en su momento, se propuso suprimir –y se suprimió– su participación en varios procesos en los cuales la intervención del fiscal era una suerte de opinión marginal, casi prescindible, sin incidencia en el curso del asunto en discusión.

Por eso es que, hasta hace poco, era conocido que los jueces –que sí tenían responsabilidades tangibles en los procedimientos– tenían algo más de calidad, y gozaban de un mayor respeto, que los fiscales. Es importante mencionar esta trayectoria de la institución del MP porque, como es normal, ha dejado huella. Los fiscales, con sueldos más bajos que los jueces, eran personajes más apocados y en los concursos del liquidado Consejo Nacional de la Magistratura comparecían para estos cargos abogados de capacidades profesionales más limitadas.

Si la poca relevancia del rol fiscal era un vector institucional, el otro estaba dado –y en muchos países aún está– por la vinculación orgánica de las fiscalías con el Poder Ejecutivo. Sus nombramientos eran aún más dependientes de instancias políticas que los de los jueces. No solo informalmente sino incluso formalmente carecían de autonomía institucional. La emancipación del MP viene, en el caso peruano, de un cambio constitucional relativamente reciente y que no se ha dado en toda América Latina.

Finalmente, en los MP existe dependencia jerárquica: el fiscal no tiene en el ejercicio del cargo la independencia que, cuando menos en el papel, tiene el juez. El fiscal se encuentra subordinado al superior jerárquico. De allí que las recientes trifulcas internas en el MP peruano sean tan insólitas y se haya tratado de sofocarlas con medidas disciplinarias que las presiones externas contuvieron.

Pese a esa configuración institucional, la reforma procesal penal introducida en las dos últimas décadas en la mayoría de los países de la región dio a los fiscales un papel protagónico en el proceso penal. Son ellos quienes tienen a su cargo la investigación de los delitos, deciden qué caso denunciado se desecha y cuál va a ser motivo de un proceso, a quién se procesa y cuándo hay mérito para excluir a una persona de un proceso. Los jueces, según la ley de cada país, pueden aprobar o no lo actuado por los fiscales.

En suma, los fiscales tienen ahora un mayor poder –un gran poder– en materia penal. Sin embargo, su capacidad de investigación es bastante limitada. Primero, porque, abogados como son, no han sido formados como investigadores. En el Perú –a diferencia de un país como Guatemala– no hay una escuela para preparar investigadores civiles, ni el MP cuenta con suficientes recursos técnicos para llevar a cabo su tarea de investigación. Dada la debilidad institucional, en su tarea nuestros fiscales dependen en buena medida de la policía, con lo que esto conlleva.

¿Qué nos garantiza que sean políticamente independientes y jurídicamente imparciales en el desarrollo de sus tareas? Sus motivaciones, conforme demuestra el caso de Lula, pueden ser tan nobles o tan perversas como las de los jueces o, para abreviar, de las de cualquiera de nosotros. Por eso deben ser vigilados de cerca. Y The Intercept, el portal de investigación que dirige el abogado estadounidense Glenn Greenwald, está cumpliendo en Brasil un rol higiénico del mayor valor.

Procesos penales de gran notoriedad

En el caso peruano algunos fiscales han emprendido un combate decidido contra la corrupción, aunque se lleven por delante a personajes de peso en la escena pública. En esa tarea, hay dos figuras delictivas que los fiscales están usando en esos casos de notoriedad política. Una es el delito de lavado de activos y la otra es la figura de la organización criminal.

Ambas figuras están siendo utilizadas extensivamente, de un modo que garantiza poco una exigencia básica en derecho penal: que la conducta sometida a proceso esté claramente tipificada como delito en la ley. Según ese principio quedan fuera del campo penal muchas conductas que son reprochables socialmente pero no constituyen delitos. Para que lo constituyan, la ley debe haberlas sancionado como tales.

Según el Decreto Legislativo 1106, para que alguien cometa el delito de lavado de activos –tanto en actos de conversión y transferencia como en actos de ocultamiento y tenencia– se requiere que conozca o debiera presumir el origen ilícito del dinero, bienes, efectos o ganancias que son materia del lavado. No parece que este sea el criterio empleado por los fiscales, quienes no parecen muy interesados en demostrar que el origen ilícito de las sumas recibidas fuera de conocimiento del procesado.

La Corte Suprema estableció en su I Pleno Jurisdiccional Casatorio, de octubre de 2017, que debía entenderse que el encausado conocía el origen ilícito de los fondos cuando realizaba tratos con individuos que según sus actividades mostraran señales de vincularse al delito. En algunos de los casos que actualmente tienen notoriedad política en el país este punto no parece contar con demostración firme.

Incluso el origen ilícito no está recibiendo suficiente atención. Si una empresa constituye, de sus fondos, una partida para pagar coimas, ¿esta decisión da a los fondos un “origen ilícito”? ¿No se confunde entonces entre fin o destino ilícito y origen ilícito?

La otra figura usada con laxitud es la de “organización criminal”. En la versión original del Código Penal peruano, se definió la asociación ilícita como “una organización de dos o más personas destinada a cometer delitos” (artículo 317). Posteriormente, la ley 30077 adoptó una definición similar: “una organización de dos o más personas destinada a cometer delitos”. Finalmente, el Decreto Legislativo 1244 dejó atrás la categoría de “asociación ilícita” y ha definido que “se considera organización criminal a cualquier agrupación de tres o más personas que se reparten diversas tareas o funciones, cualquiera sea su estructura y ámbito de acción, que, con carácter estable o por tiempo indefinido, se crea, existe o funciona, inequívoca y directamente, de manera concertada y coordinada, con la finalidad de cometer uno o más delitos graves”.

No es difícil entender que la noción está referida a la concertación de un grupo de sujetos con el propósito de ejercer establemente actividades delictivas de cierta gravedad como, por ejemplo, secuestros, tráfico de drogas o trato de personas. El giro que han dado nuestros fiscales lleva a considerar como “organización criminal” la concertación de dos o más personas para llevar a cabo un delito. No parece importar que no sean gentes dedicadas a ejercer el delito ni que hayan cometido delitos una sola vez. Para ellos, cuando hay concertados de cierta importancia se está ante una “organización criminal”, lo cual conlleva un efecto mediático de impacto, que parece ser el objetivo perseguido.

Aprendamos del destape de Moro

El gran poder en manos de los fiscales puede ser bien o mal utilizado. Encausar a figuras poderosas puede ser un acto de coraje en el desempeño de la función. Pero, después del destape de Sergio Moro, que un fiscal justiciero declare públicamente que el presidente de la república debiera cerrar el congreso es, más bien, un acto de naturaleza política que no corresponde a su función. Por supuesto, la declaración alimenta sospechas porque los medios no lo entrevistan como ciudadano sino como fiscal de casos de interés público.

Ciertamente, como ha dicho el fiscal Rafael Vela en Arequipa, los fiscales requieren una “licencia social para la investigación” cuando en el desarrollo de su labor enfrentan al poderoso que delinque. Y la ciudadanía respalda y alienta la actuación de jueces y fiscales que se atrevan a hacer lo que deben hacer. Pero la conspiración para condenar a Lula debe alertarnos: el apoyo a la acción de la justicia siempre debe acompañarse de una vigilancia social cuidadosa sobre la actuación de jueces y fiscales, a fin de aquella “licencia” no sea mal usada.