Primero fue el congreso, que extendió inconstitucionalmente las penas impuestas a aquellos condenados por terrorismo, añadiendo una que los tribunales no les habían impuesto: la ley 30717, promulgada en enero de 2018 dispuso que quienes hubiesen sido condenados por terrorismo, apología del terrorismo, tráfico ilícito de drogas o violación de la libertad sexual jamás podrán ser candidatos a un puesto de elección popular. Se les impuso así una especie de muerte civil.
Unos meses después, la ley 30794, promulgada por el presidente Vizcarra en junio, dispuso que los condenados por determinados delitos –incluidos, por cierto, el de terrorismo y el de apología del terrorismo – nunca podrán prestar servicios al Estado. Se les empujó así a un probable desempleo.
Luego vino el escandalete producido por la denuncia de que la congresista María Elena Foronda, del Frente Amplio, había contratado como asistente a una condenada por terrorismo que había cumplido su pena. En abril último, antes de que se publicara una esclarecedora entrevista a la congresista y también antes de que ella fuera sancionada por el pleno del congreso con 120 días de suspensión, discutí sobre el tema con otro congresista, integrante de una de las bancadas minoritarias. Este joven político sostenía no solo que la congresista había hecho algo indebido sino que, en general, alguien condenado por terrorismo no debía ser contratado por ningún empleador.
Argumenté, primero jurídicamente, que esa posición ignora una regla del Estado de derecho: la responsabilidad de quien comete un delito concluye al cumplir la condena que le ha sido impuesta y ninguna ley puede ampliar válidamente la pena que solo a los jueces corresponde dictar. Pero luego argumenté desde la política: no permitir la reinserción laboral de quien estuvo vinculado a la subversión y pagó por ello, lo arrincona en un círculo integrado por todos aquellos que, como él, son objeto de esta sanción adicional. Esa situación no nos conviene como sociedad porque, así marginados, acaso puedan escuchar un nuevo llamado a incorporarse en un proyecto subversivo.
Mi alegato no sirvió sino para acalorar al congresista. Concluí entonces que en la arena política peruana era muy difícil pensar en términos de reconciliación. Incluso actores políticos no vinculados al fujimorismo y los grupos más reaccionarios no están dispuestos a aceptar que quienes pagaron sus culpas tengan un lugar en la sociedad, igual que los demás peruanos.
Pero hace poco he tenido una sorprendente experiencia. Con ocasión de la preparación de un acto público, he constatado que algunos académicos reconocidos se niegan a sentarse en la mesa con una persona que ha sido condenada por terrorismo y pasó largos años en prisión, en cumplimiento de la pena que se le impuso. Es la misma reacción que a lo largo de los años se tuvo frente a los leprosos, los tuberculosos y los enfermos de SIDA, entre otros “apestados” con quienes, se decía entonces, había que guardar una distancia profiláctica.
Aún no puedo entenderlo. Me hace más difícil la comprensión que quienes han rechazado al exsubversivo son gentes jóvenes, con formación académica en el extranjero e investigadores de bien ganado prestigio en su campo. No obstante, padecen una intolerancia política similar a la de los aldos o los butters, que los lleva a olvidar algo esencial: la democracia es inclusiva y su alto valor reside en la capacidad que tiene para hacer lugar también a quienes buscan destruirla mientras no recurran para ello a la violencia. Si no es así, la democracia pierde valor y quienes predican contra ella cobran fuerza.
Alcanzo esta pieza a quienes se interesan en analizar la cultura política peruana. El liberalismo, en su versión filosófica y política –que respeta a quien piensa de modo diferente–, nunca logró arraigo en el país. Tampoco hoy la tiene. Y de ello ahora son víctimas quienes habiendo cumplido una pena –e incluso habiéndose arrepentido públicamente de su opción de tomar las armas– no encuentran un lugar para rehacer una vida en el país. Se lo prohíben las leyes dictadas por un congreso cuyo desempeño es desaprobado por una mayoría ciudadana. Pero, además, se lo impiden con su rechazo intelectuales de quienes se podría haber esperado algo bastante mejor.