La reforma de la justicia está a las puertas de cumplir medio siglo en el Perú. El gobierno militar de Velasco Alvarado introdujo el Consejo Nacional de Justicia en 1970, para que mediante concursos públicos se seleccionase a los jueces, y destituyó a los miembros de la Corte Suprema a fin de renovar su composición. Esa reforma recurrió asimismo a una serie de cambios legales en los procedimientos judiciales. El descrédito ya existía entonces pero no tenía que ver tanto con la corrupción sino con un aparato judicial al que se denunciaba por su vinculación con los grandes intereses oligárquicos.
La siguiente reforma fue la de Fujimori, que se apoyó en la inacción del Poder Judicial respecto de los procesados por su vinculación a la subversión y terminó revelándose como un enorme mecanismo de manipulación de los tribunales a favor de intereses políticos y de la corrupción. El problema, pues, es antiguo y el presidente Vizcarra no es el primero a quien se le ha ocurrido proponer un cambio en la justicia.
Es verdad que el cuadro se ha agravado a lo largo de estas décadas. El caso CNM audios ha mostrado en el nivel de escándalo cómo ha avanzado el cáncer. Pero, antes, el caso Álvarez en Ancash y el caso Orellana, entre otros, habían mostrado que estamos ante una metástasis. Cuando se tienen redes vinculadas al crimen organizado, de las que forman parte conocidos abogados litigantes, notarios, fiscales, secretarios judiciales y jueces de todas las instancias, la podredumbre se ha generalizado. Esas redes “garantizan” resultados a quien pueda pagar los precios exigidos para “resolver” cualquier proceso judicial. Es verdad que esto no ocurre solo en el Perú, pero creo que la descomposición es mayor en el Perú que en otros países.
Cuando publiqué Jueces, justicia y poder en el Perú, en 1982, consideré que el principal problema de la justicia residía en su relación umbilical con el poder, de la cual se derivaban los demás. Era cierto pero mi análisis se limitó a los vínculos de dependencia respecto del poder del Estado. Ahora esos vínculos existen –conforme hemos escuchado en los audios– pero no son los más importantes. Los verdaderos centros de control no están en el Congreso o en Palacio de Gobierno sino en las manos de los barones del crimen organizado de la droga, del tráfico de personas, de las actividades económicas ilegales, etc.
Eso es lo hace que el problema de la justicia haya alcanzado una dimensión enorme y que enfrentarlo con una reforma constitucional que modifica la composición –¡y el nombre!– del órgano que designa a los jueces y los asciende resulte un recurso enano frente a la estatura del desafío.
I
La reforma procesal penal –adoptada en el país con un entusiasmo similar al que la ha acompañado en varios países de la región– ha producido una imagen de celeridad que puede ser engañosa. Primero, dos terceras partes de los casos que son puestos en conocimiento de un fiscal resultan archivados; no se sabe si porque no tienen mérito para ser investigados o porque darían mucho trabajo a un Ministerio Público cuya capacidad de investigación es pobrísima. Segundo, la mayor parte de los casos que sí son llevados a un proceso judicial no terminan en un juicio oral sino que concluyen mediante un acuerdo entre acusación y defensa por el cual el procesado se declara culpable y la fiscalía rebaja su pedido de pena. En estos casos no sabemos si se ha logrado una condena rápida de un inocente que prefiere declararse culpable para evitar más tiempo en prisión y la posible imposición de una pena mayor.
En el ramo penal y en todos los demás la corrupción es omnipresente. El retardo es un instrumento que el aparato administra con el objetivo de inducir los pagos ilegales. Por supuesto que hay gente honrada en el aparato de la justicia pero o son los menos o no tienen fuerza y peso suficientes para que la honradez prevalezca. Y actualmente no se paga solo para que el expediente avance; también se paga para lograr una sentencia favorable que, en ocasiones, el juez solo firma sin conocer el asunto en litigio.
En cuanto al control constitucional y de legalidad de los actos de gobierno, hemos tenido episodios desmoralizadores. A mí me impresionó particularmente la noticia de que en mayo de 2012 el presidente de la Corte Suprema, César San Martín, convocara a almorzar en su despacho a la jueza que presidía el tribunal a cargo del caso de los dos emerretistas ejecutados luego de la recuperación de la Embajada de Japón por los comandos militares, y que esa reunión –en la que también participaron el primer ministro Juan Jiménez y el ministro de Defensa Pedro Cateriano– fuera abierta por San Martín con el anuncio de que el propósito del encuentro era “unificar criterios”. ¡Imagínese la situación de la jueza –cuyo proceso de ratificación por el Consejo Nacional de la Magistratura estaba justamente en curso–, así presionada en este escenario! Y San Martín es un penalista reconocido en el país, con muchos méritos; entre ellos el papel que asumió en el juicio a Alberto Fujimori. Este caso de escándalo fue una ilustración dramática de que nada, o poco, había cambiado acerca de la dependencia política de los jueces. Que jueces supremos concurrieran a encontrarse con “la señora K” es un hecho que sigue, pues, una tradición casi ininterrumpida.
II
Ahora hay que ser escéptico acerca de la posibilidad de cambiar los sistemas de justicia sin que se produzcan en la sociedad, y no solo en la justicia, cambios mayores. En estas décadas de intentos de reformar la justicia en América Latina se ha llegado a ciertos problemas límite. El primero corresponde al acceso: la justicia es un sistema incomprensible para el ciudadano medio, que debe recurrir a un abogado que es parte de una oferta profesional segmentada en la que solo quienes en la sociedad pertenecen a los estratos altos pueden pagar un servicio de calidad. Este problema –que las reformas casi no han tocado– tiene raíz, de un lado, en una ciudadanía que desconoce sus derechos e ignora cómo funciona el sistema y, de otro, en una organización del aparato de justicia y de la profesión legal que solo sirve eficazmente a los sectores de ingresos más altos.
El segundo problema es la ineficacia y la ineficiencia, en las que se genera el retardo y que continúan produciendo decisiones que resuelven los conflictos de manera insatisfactoria. Muchas de las reformas intentadas en este aspecto han sido resistidas o saboteadas por los actores que se benefician del estado de cosas, abogados y funcionarios que saben cómo manejarse en él. La reforma no cuenta con muchos de los actores del sistema, cuya actuación abona la inoperancia.
El asunto se agrava en la medida en que, a diferencia de lo que ocurre en países desarrollados, en los nuestros los mejores profesionales no están dispuestos a trabajar en el sistema. Los cargos de juez y fiscal atraen a muchos abogados mediocres –que difícilmente podrían tener éxito en otra actividad de la profesión–, que se han multiplicado al ritmo del crecimiento de universidades-negocio que otorgan el título de abogado, el de máster y el doctorado casi sin exigencias. Incluso los abogados más reconocidos rechazan litigar, dada la situación del aparato. Trabajar en la justicia –que produce decisiones como la absolución del ex ministro Daniel Urresti o la condena del periodista Pedro Salinas– no prestigia.
El tercer problema límite es la corrupción. Siempre la hubo pero se ha escalado de hechos aislados y circunstanciados que afectaban principalmente el trámite a una actividad sistematizada que en muchos de nuestros países corresponde a redes organizadas. Esta toma del sistema por la corrupción no es privativa de la justicia; nuestros países han normalizado la corrupción como la savia del funcionamiento de las instituciones públicas y privadas. Casos como el de Odebrecht son noticia, afortunadamente; pero llama menos la atención el hecho de haberse estandarizado la corrupción en la vida cotidiana.
El cuarto problema es la injerencia del poder. Se trata de un viejo problema que se intentó resolver mediante el distanciamiento entre las instancias políticas y el lugar de nombramientos, ascensos y procesos disciplinarios. Pero los consejos han sido instrumentalizados por el poder político o, como ha ocurrido en el caso peruano, han sido penetrados por redes mafiosas del crimen organizado. A estas alturas, se ha agotado la imaginación para diseñar fórmulas que prevengan la injerencia del poder, de los poderes políticos y económicos.
III
Me temo que la Junta Nacional de Justicia no trae aire fresco al sistema. Hay integrantes de la comisión que debe designar a los miembros de la Junta que representan a instituciones que están en cuestión, específicamente la Corte Suprema y el Ministerio Público, en cuya cúspide casi se mantuvo como Fiscal de la Nación un sujeto que ha convocado una repulsa generalizada en el país. Ambos integrantes de la comisión fueron seleccionados para el cargo que ostentan por el Consejo Nacional de la Magistratura, entidad que el Congreso se ha visto forzado a disolver luego de hacerse públicas las corruptelas que prevalecían en la designación. No es fácil imaginar cómo quienes son parte de aparatos institucionales en cuestión pueden contar con criterios de renovación profunda a la hora de escoger a quienes deben hacer cargo de la Junta.
Los integrantes de la Junta serán designados mediante concurso pero habrá que ver, primero, cuál es la calidad de quienes, para concursar, estén dispuestos a arriesgar el prestigio personal y profesional que tengan. Segundo, también habrá que ver cómo se selecciona a los integrantes. Sobre esto, la experiencia más reciente del Consejo Nacional de la Magistratura muestra que se puede subir calificaciones y alterar puntajes a gusto de quienes están a cargo. Los concursos, pues, en el país no garantizan nada, conforme demuestran los casos de tantos candidatos exitosos que han recurrido al plagio en sus tesis o libros, o que previamente han tenido procesos judiciales o disciplinarios.
Las reformas en curso pueden, pues, terminar en un cambio de rostros y de etiquetas institucionales que, en definitiva, mantenga a la justicia más o menos en la misma condición.
IV
El asunto no solo tiene que ver con los gobernantes. Sería un lugar común recordar que cada sociedad tiene la justicia que se merece, pero algo de verdad tiene esa expresión. Es decir, no estamos ante un cuadro blanco/negro en el que la justicia es mala y la ciudadanía es buena, sino que los males de la justicia se alimentan de los vicios de la sociedad. En ocasiones, esto se ignora y se reclama una justicia que no es factible en una sociedad como la nuestra. Por ejemplo, si en general nuestros intercambios se valen de la corrupción, por qué no habría de estar instalada la corrupción en los pasillos de la justicia.
La realidad de una sociedad en la que todo vale y el que sigue la norma es un cojudo, afecta profundamente el desempeño de la justicia. Y pone límites a una reforma del sistema. La pregunta exacta entonces es: ¿qué puede esperarse del sistema de justicia en una sociedad como esta, descompuesta en tantos aspectos?
Por de pronto, hay que descartar respuestas facilonas que son como lanzar fuegos artificiales sobre una barriada pobre. La bengala más conocida ha sido aquella de hay-que-cambiar-la ley, que aún ahora –luego de sustituir leyes de procedimientos, códigos e incluso la Constitución– algunos insisten en lanzar. Podría hacerse un inventario de los cambios normativos hechos en estos cincuenta años, pese a los cuales la justicia se ha deteriorado. Las encuestas indican que, a pesar de todos los cambios legales, la ciudadanía está cada vez menos satisfecha con el desempeño de jueces y tribunales.
Desde la presidencia de la Corte Suprema, Duberlí Rodríguez renovó el almacén pirotécnico y pasó año y medio anunciando que el expediente electrónico resolvería el drama de la justicia en el país. Al final tuvo que renunciar a mediados de 2018, tocado por el escándalo de los audios. El expediente electrónico –que no es una innovación desechable, por cierto, pero no responde al núcleo de los graves problemas existentes– quedará, como tantas otras iniciativas, en el olvido.
Hay que pensar la pregunta cuidadosamente, desde un inventario de lo hecho y fracasado a lo largo de cinco décadas, tarea que no puede hacerse en 14 días, como pidió el presidente Vizcarra a la comisión presidida por Alan Wagner a mediados de 2018. Dada la magnitud del mal existente, es preciso saber mejor con quién se cuenta para una transformación del sistema. Y, finalmente, quizá será posible formular propuestas precisas, de alcance limitado pero firme, que nos saquen del charco pútrido y hagan avanzar algo hacia una justicia mejor que esta, en la que se pueda esperar decisiones razonables para los conflictos sociales y en la que usted-no-sabe-quién-soy-yo no sea un argumento de peso.
Estamos lejos de contar con una cultura ciudadana comprometida con el Estado de derecho. De una parte, está la ignorancia que prevalece en el tema. Esa ignorancia no es natural; es producto de un sistema educativo que la mantiene. Un peruano de hoy, con menos de cuarenta o cincuenta años, ha pasado once en un sistema educativo que no le enseña la diferencia entre un fiscal y un juez, que no le ha explicado cómo funciona el aparato de la justicia, que no sabe cuáles son sus derechos en un proceso judicial. De otra parte, está la individualización del caso judicial que hace difícil percibir el carácter sistemático de los problemas de la justicia: cada quien piensa que eso le ocurre a él y no vislumbra que es un problema colectivo. Estos dos elementos impiden contar con un ciudadano que –incluso cuando tiene un título profesional– desarrolle una conciencia acerca del sistema de justicia, sus males y raíces, y sus posibles soluciones. Mal puede esperarse algo de ese ciudadano casi inexistente. Pero hay algo peor: el ciudadano realmente existente tiene una noción de la justicia que corresponde al ojo-por-ojo y exige, por ejemplo, procesos rápidos para condenar –siempre con penas muy altas– a aquel que haya sido sindicado por la policía como autor de un delito, pese a que la policía es tan poco o menos creíble, tan o más corrupta, que fiscales y jueces. De modo, que recabar el concurso de esos ciudadanos puede ser letal para el Estado de derecho.
Se necesita, claro está, que las organizaciones sociales ejerzan vigilancia sobre la justicia. Eso requiere ser educado y promovido. No para que unas cuantas oenegés se pronuncien sobre el asunto –lo que es útil e imprescindible– sino para que ciudadanos de a pie empiecen a participar, en formas imaginativas, enterándose de algo de las interioridades de la justicia y dando opinión sobre ellas. Eso está por hacerse.
V
Las derivaciones de Lava-Jato en el Perú han mostrado a algunos jueces y fiscales que parecen haber roto la tradición y estar dispuestos a enfrentar el poder de algunos personajes que hasta hace poco disfrutaban una situación de privilegio. La crisis iniciada en 2018 les ha dado espacio para afirmar algo que un sector de magistrados ha venido haciendo silenciosamente –administrar justicia rectamente– y padeciendo presiones, embates y postergaciones como retribución de las mafias.
Estamos, pues, en un momento en el que algunos procesamientos a partir del caso Odebrecht abren o renuevan expectativas. Los pasos firmes dados por los fiscales del equipo especial y algunas decisiones judiciales inusuales en un aparato de justicia acostumbrado a ser “prudente” –esto es, tímido cuando no sumiso– al tratar a gentes con poder, podrían anunciar que entramos a otra etapa. Es posible que así sea y por el temor a que lo sea, precisamente, los fariseos de turno se han escandalizado de una actuación fiscal y judicial legítima que desembocó en el teatral gesto de Alan García con el que logró evitar, de manera definitiva, ser procesado por sus acciones.
Lo primero que hay que tomar en cuenta es que no es esta la primera vez en la que una serie de hechos dan lugar a cierta esperanza de que en un futuro próximo el país tenga una justicia distinta. El primer antecedente registrado dentro de mi trabajo del tema fue la producción jurisprudencial del fuero agrario en la década de 1970 y, luego, el desarrollo de ciertas líneas jurisprudenciales en la Corte Suprema que fue nombrada al final de esa década y destituida por el congreso elegido en 1980. En ambos casos fue decisivo el papel desempeñado por Guillermo Figallo Adrianzén, un jurista cuya trascendencia no ha sido reconocida.
El otro momento, de mucho mayor impacto, fue el correspondiente al procesamiento de decenas de sujetos que participaron como responsables y beneficiarios del régimen de Alberto Fujimori. En actuación paralela al proceso que desembocó en la impecable condena del dictador –dictada en 2009 y confirmada al año siguiente–, una serie de personalidades de su gobierno, civiles y militares, fueron procesadas y sentenciadas por el Poder Judicial que convalecía luego de la ominosa etapa por la que pasó en la década previa.
Quienes a partir de ese momento ya lejano de los años setenta o de lo ocurrido en la década pasada imaginaron que se abría una nueva etapa en la justicia peruana, tuvieron que admitir posteriormente su frustración. De esos logros no siguió un cambio institucional profundo y, en buena medida, las cosas prosiguieron su insatisfactorio curso habitual. En perspectiva, lo que tuvimos entonces fue más paréntesis que cambios de rumbo.
En la circunstancia actual es de esperarse que Fernando Rospigliosi y otros analistas, que sospechan la existencia de una trama de intereses detrás de los justicieros, estén equivocados y en verdad nos haya tocado ser testigos de una renovación auténtica de la relación entre los actores de las instituciones de la justicia y quienes detentan poder. No obstante, debe tenerse presente que no contamos todavía con sentencias que muestren la desembocadura de los procesos en curso contra empresarios, políticos y magistrados. Por lo menos, habrá que esperar para ver si no se estrellan contra las triquiñuelas procesales que esgriman los abogados defensores o lleguen –como ha hecho repetidamente la Sala Penal Nacional en casos de militares procesados por violaciones de derechos humanos– a concluir en una absolución “por falta de pruebas”.
En consecuencia, corresponde ahora seguir con atención los procesos de persecución de la corrupción, en los que debe respaldarse las decisiones fiscales y judiciales lo suficientemente motivadas para evitar la arbitrariedad. Pero probablemente es aún algo prematuro celebrar la apertura de una nueva etapa.