En esta visita decidí conocer aquello que en otro tiempo se llamaba “el tren eléctrico” y que ahora es el Metro de Lima, línea 1. Es verdad que escogí un domingo para la visita y que probablemente en días laborables mucho de lo visto será distinto. Pero lo que vi –un servicio limpio y ordenado– no se parece al resto de la ciudad. 

Es una lástima que los que no son usuarios del metro no lo sepan. Y no lo saben no solamente los turistas que creen conocer Lima paseándose en esos buses caros de dos pisos. Tampoco los amigos a quienes frecuento en mis viajes al país. Me di cuenta de esto último cuando, años atrás, luego de usar el Metropolitano cuando aún funcionaba bien, pregunté en mis círculos quiénes habían subido alguna vez al servicio. Entre amigos y parientes solo una cuñada estaba familiarizada con el Metropolitano. De modo que esta vez renuncié a hacer la encuesta sobre el conocimiento del Metro.

Las condiciones del servicio de transporte público en Lima, que sirve a la mayor parte de los habitantes de la ciudad, son territorio desconocido para los sectores A y B, que constituyen el 28% de los hogares limeños. A ellos ni se les ocurre usar algo que no sea su propio vehículo –o un úber o cabiby– para trasladarse. Sin duda, quienes tienen altos cargos y toman decisiones en el país ignoran cómo viajan cada día los limeños. Lo que es muy grave porque la ignorancia es paso previo a la indiferencia y la desatención.

A enterarme de algo de esa realidad me llevó la curiosidad. Pasé dos horas en el Metro y recorrí la ruta entera, de Bayóvar a Villa El Salvador ida y vuelta. 53 minutos en cada dirección, lo que es notable para casi 35 kilómetros de recorrido. Estaciones limpias, incluidos los baños. Señalización clara. Guardias de seguridad que dan indicaciones. Y oportunidad de ver, por solo un sol cincuenta, caras de Lima que no están en las guías turísticas.

La arena y los cerros ocupan el paisaje hacia el norte; el verde aparece rumbo al sur, en San Borja y Surco, y algo menos después. Las casas inconclusas –que no se sabe si algún día serán terminadas– predominan en ese paisaje, sobre todo en dirección hacia el norte. Pocos edificios y muchas, muchísimas antenas de telefonía celular, que son más visibles desde el tren elevado. En publicidad predominan las ofertas educativas: además de colegios, universidades de todo tipo. Le siguen de cerca los hoteles de ocupación por horas que publicitan sus ofertas varias.

Dentro de los impecables vagones del metro se repiten los mensajes educativos que invitan a ceder el asiento a quien lo necesita y ser solidarios con los discapacitados, y combaten el acoso sexual. Complementariamente, los letreros indican que se use el botón de emergencia para reportar cualquier acto de acoso.

Aunque debo recordar que la visita tuvo un lugar un domingo, los comportamientos que observé parecían acordes con las indicaciones de los mensajes. El respeto por los asientos preferenciales parece ser general. Se ha logrado que el sistema del Metro enseñe lo que familia y escuela probablemente no supieron transmitir.

Además, mi sentido del olfato no percibió aquello que, en meses calurosos como estos, en el Metro de Madrid anuncia que la costumbre del baño diario no está arraigada entre los chapetones.

Impresiones similares tuve hace años en el Metropolitano, que ha decaído víctima del exceso de usuarios y de la desorganización en sus líneas. Esperemos que el Metro de Lima siga siendo lo que es ahora. Nos sugiere que, en medio del caos urbano de la ciudad, todavía es posible contar con un servicio público civilizado.