Un juez federal estadounidense ha dado desde su estrado una clase magistral sobre la justicia, de especial utilidad para ingenuos. Ha condenado a cuatro mujeres que creían ejercer su solidaridad con los inmigrantes que atraviesan el desierto de Arizona, dejándoles agua y alimentos en lugares donde pudieran encontrarlos. No sabían –o no podían creer– que un juez, un funcionario público encargado de administrar justicia, llegaría a considerar ese acto –para ellas, un acto de justicia– como un delito merecedor de pena de prisión. 

Hace mucho que me ha llamado la atención el doble sentido de la palabra justicia. Quien sufre un agravio y reclama justicia se somete a la justicia para llevarle su demanda. Los filólogos dirán que hay allí una anfibología o, mejor aún, una disemia (palabra de doble significado). Pero un ciudadano agudo percibirá que ese doble significado encierra una trampa.

El caso, en el que el juez Bernardo P. Velasco –cuyos antepasados allende la frontera son visibles a sola firma– condenó el 18 de enero de este año a cuatro mujeres a la pena de hasta seis meses de prisión, se remonta al 13 de agosto de 2017. Ese día un guardabosques federal interceptó el vehículo en el que Natalie Hoffman, Oona Holcomb, Madeline Huse y Zaachila Orozco-McCormick llevaban agua y comida enlatada para ser puesta en determinados lugares de Cabeza Prieta, un refugio natural de vida silvestre que a lo largo de 90 kilómetros colinda con la frontera con México.

Las mujeres admitieron lo que estaban haciendo en razón de sus principios religiosos, según declararon. Ellas integran la organización No More Deaths, que en los últimos quince años ha dedicado diversos esfuerzos a combatir las muertes de inmigrantes en el desierto de Arizona. De acuerdo al trabajo de Human Borders, durante la última década se han producido más de tres mil muertes en esa área, que en el verano –precisamente cuando las voluntarias estaban dadas a su tarea– alcanza fácilmente los 40º Celsius.

Las cuatro mujeres fueron encausadas formalmente en diciembre de 2017. Los policías dieron como argumento entonces –como lo haría cualquier colega suyo en América Latina– que ellos se limitaban a cumplir la ley. El juez Velasco no lo dijo así pero ha fundado su sentencia en que las procesadas han transgredido la ley federal al ingresar sin permiso a la reserva y colocar comida, en contra de “la decisión nacional de mantener el Refugio en su naturaleza prístina”. Otras cinco voluntarias se encuentran pendientes de juicio.

La persecución de este trabajo humanitario con inmigrantes ilegales, como si de una actividad criminal se tratara, corresponde a los tiempos de Donald Trump. The New York Times acaba de publicar un informe que muestra cómo la patrulla fronteriza descuida premeditadamente el estado de salud de los migrantes a quienes detiene, e incluso retira a los asmáticos sus inhaladores. The Washington Post puso en su edición electrónica un video en el que se ve a un guardia fronterizo vaciando botellas de agua que habían sido puestas para los inmigrantes. Es uno de esos casos en los que la imagen reemplaza con ventaja a las palabras.

Sabemos que los jueces se acomodan a los vientos que soplan pero la paradoja consiste en que, al mismo tiempo, uno de los fundamentos del derecho es que sirve de contención, pone límites, a la política. El juez Velasco, al limitarse a aplicar la ley y descartar en el caso cualquier otro tipo de consideración –¡los principios constitucionales, por supuesto!– tomó una opción política: respaldar con su decisión aquello que los políticos en el gobierno buscan, que no es proteger la naturaleza sino reducir –ya que no es posible eliminar– el ingreso irregular a Estados Unidos. Para cumplir con ese objetivo, renunció a hacer justicia al trabajo humanitario con los inmigrantes. Procedió como tantos otros jueces hacen a diario cuando los intereses del poder o de un poderoso están de por medio.

El caso ha mostrado cuán cierto es aquello de la-ley-es-dura-pero-es-la-ley. Lo inaceptable es que se nos diga que, al sentenciar así, lo que está haciendo un juez es limitarse a aplicar la ley. O que ritualmente se diga al final de un juicio como este, “y se hizo justicia”.

Si la justicia realmente existente pone el visto bueno a las decisiones políticas, dónde queda la justicia a la que aspira el ciudadano despojado de sus derechos, precisamente, por una decisión de quien tiene suficiente poder para hacerlo. Ahí está la verdadera trampa que se camufla en la anfibología de la expresión justicia, que esta decisión judicial contribuye involuntariamente a desbaratar.