A los políticos de estos tiempos les reprochamos muchas faltas. No cumplir promesas que repiten una y otra vez, sabiendo –ellos y nosotros, los ciudadanos– que no tienen la menor intención de cumplirlas. Mentir hasta en los estudios que no hicieron y plagiar libros que no escribieron. Aprovecharse del cargo para enriquecerse o hacer negocios. Obtener ventajas diversas, desde conseguir un grado académico sin cumplir las exigencias que los demás deben satisfacer hasta no pagar entradas para ingresar al estadio. O dar paso a su vanidad, como se le reprocha ahora al presidente Vizcarra al haber mantenido un viaje a Europa con una amplia comitiva en un momento de emergencia nacional.
Pero quizás más importante que todo esto es la cobardía que últimamente resalta en muchos de ellos. Con Bill Clinton se corrió el telón a fines de los años noventa; su cobardía a la hora de admitir públicamente sus correrías sexuales lo condujo a un proceso de destitución del que finalmente salió abollado pero no depuesto. Fue un caso que se ha hecho típico al ser reeditado por tantos otros políticos estadounidenses, no solo con los excesos de la libido sino con la falta de valor para admitirlos luego. El más notorio ahora es Donald Trump, quien no reconoce sus múltiples relaciones con prostitutas ni haberles pagado luego por su silencio, asunto que su abogado, Michael Cohen, ha puesto al descubierto.
Entre nosotros, el carácter corrupto de muchos políticos ha situado en segundo plano la mucha cobardía que exhiben estos personajes. Primero, para negarlo todo. Nadie recibió nada, ni siquiera el congresista Becerril, cuya casa fue terminada con el concurso de la empresaria que lo sobornó. Segundo, para evadir la acción de la justicia, pese a que como sabemos esta es más bien remolona. Alejandro Toledo y Jaime Yoshiyama simplemente se fugaron. Y Alan García marcó el año pasado un récord –en el que el despliegue de cobardía terminó en el ridículo– al refugiarse en la Embajada de Uruguay ante la simple posibilidad de que, por un asunto de corrupción también, se le impusiera una prisión preventiva.
La cobardía está brillando en la clase política española con ocasión del proceso a los independentistas catalanes. La primera lección la dio Carles Puidgemont, quien como president de la Generalitat decidió, en octubre de 2017, que la cárcel no era para él y se fue a Bélgica. Ahora puede pensarse que su huída fue una combinación de cobardía con astucia porque quienes, en cambio, decidieron afrontar el proceso judicial llevan casi año y medio presos sin que hayan sido condenados todavía.
Precisamente, en el juicio que se desarrolla en estos días en el Tribunal Supremo, los políticos conservadores que gobernaban España cuando se llevó a cabo la consulta popular del 1 de octubre en Cataluña en torno a la independencia, acaban de ofrecer una lección magistral de cobardía. El gobierno de la Generalitat había decidido que ese día los ciudadanos votaran y el gobierno de Mariano Rajoy decidió impedirlo. A este efecto llevó seis mil policías a Cataluña y el 1 de octubre los desplegó para que los catalanes no votaran. Las escenas de violencia policial se conocieron en todo el mundo.
Las defensas de los once procesados en calidad de dirigentes del independentismo han hecho comparecer a una serie de personajes del gobierno del Partido Popular que trató de impedir la consulta. Resaltan las respuestas cobardes en torno a quién ordenó la represión policial. El ex presidente del gobierno Mariano Rajoy dijo no saberlo porque no era de su responsabilidad. Y así siguieron todos los demás. Pero el más cínico a la hora de asumir su responsabilidad ha sido el ex ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido –un cucufato que alcanzó celebridad en el cargo al condecorar a cristos y vírgenes por toda España–, que por función tenía bajo su mando a las fuerzas policiales. Su cobardía le ha aconsejado decir que él tampoco dio las órdenes. Los sindicatos policiales ya le han reprochado públicamente haberse escabullido.
Esta aversión a asumir responsabilidades, esta falta de valor moral para reconocer los propios actos y defender las decisiones adoptadas, reluce en nuestros políticos de hoy. He sugerido a un politólogo amigo –que estudia el oficio de político– que dedique atención a la cobardía de los políticos de hoy. Si no podemos hacer otra cosa, por lo menos habrá que exhibirlos en su miserable desnudez humana.