El recientemente designado cardenal, Pedro Barreto, ha formulado unas declaraciones con marcado carácter político. Sus opiniones han generado, de inmediato, una discusión en la que cuestionadores y defensores se han enzarzado. No llamará mucho la atención que algunos de quienes criticaron al cardenal Juan Luis Cipriani por haber adoptado posturas políticas en defensa de Alberto Fujimori hoy celebren la toma de posición del cardenal Barreto en contra de las fuerzas del exdictador felizmente vuelto a prisión. 

Pero muchos de quienes criticamos duramente a Cipriani como actor político no podemos celebrar el paso dado Barreto. En primer lugar, porque de esta forma ninguno de los dos se ha mantenido en el ejercicio del magisterio correspondiente a un alto prelado de la Iglesia. Que uno lo hiciera adoptando posiciones reaccionarias y que el otro lo haga desde el “progresismo” no establece una diferencia en el asunto de fondo: la impertinencia de la palabra sacerdotal en asuntos políticos partidarios.

Que estas posturas políticas no benefician en el mediano plazo a la Iglesia queda demostrado por los innumerables ataques recibidos por Cipriani y por los que ha empezado a recibir Barreto. Poner a la Iglesia en una de las trincheras políticas existentes quizá genere algunos beneficios no duraderos o ciertas simpatías de los ocasionales “compañeros de viaje”, pero, con seguridad, le trae institucionalmente más daño que ganancia.

Cipriani repitió con Fujimori lo que con Leguía hizo monseñor Emilio Lissón, arzobispo de Lima entre 1918 y 1931. El respaldo eclesial al dictador llegó a su cúspide en 1923 con el gesto político de intentar una consagración del Perú al Corazón de Jesús –frustrado por un movimiento en el que surgió el liderazgo del joven Víctor Raúl Haya de la Torre–. Cuando Leguía perdió el poder, Lissón fue retirado prudentemente a un refugio en Roma, mientras otros trataban de curar los daños producidos por la aventura política de su eminencia.

En los años setenta, Gustavo Gutiérrez –como escritor en la sombra del cardenal Juan Landázuri Ricketts, arzobispo de Lima entre 1954 y 1990– puso en boca del Primado de la Iglesia peruana una posición radical que, desde una óptica izquierdista, criticó al gobierno del general Velasco. Acabó el experimento militar, Landázuri pasó al silencio como su ideólogo eventual y la derecha católica emprendió una ofensiva inicialmente comisionada al entonces obispo del Callao Ricardo Durand y que culminó con el periodo arzobispal de Cipriani.

De otra parte, estas tomas de posición política contrarían el “régimen de autonomía e independencia” que la Constitución (art. 50) establece para las relaciones entre Iglesia y Estado y que recoge, de esta manera, el mandato evangélico de “Dad al César lo que es del César”. Ni obispos ni curas deberían actuar políticamente, no importa qué opción política prefieran. Que la guarden para cuando voten, no para cuando prediquen ni cuando declaren. Que recuerden, como apóstoles de Cristo, que su reino no es de este mundo.

Si el monseñor Barreto quiere estar a la altura de los tiempos y de las exigencias sociales de hoy, bien podría seguir el ejemplo de su colega, Eugenio Arellano, presidente de la Conferencia Episcopal del Ecuador, quien hace poco ha planteado el camino para que la Iglesia anule aquel matrimonio en el que el varón lesiona a la mujer. Esto es colocar a la Iglesia en medio de las necesidades del momento. No lo es tomar partido por un bando político u otro.