Un día es noticia un general de policía a la cabeza del tráfico de menores en Arequipa. Al día siguiente es un equipo de oficiales del ejército que integraban una banda delictiva. Una de las cumbres de estas semanas la ocupa el exjefe de la Sunarp que destacaba, por su cargo, en el nutrido elenco de Orellana. Por si estas maravillas no fueran suficientes, continúan las revelaciones de audios en los que jueces y fiscales negocian nombramientos y sentencias. Y, a propósito de jueces, también se ha hecho público que la fuga de Hinostroza fue posible porque no una funcionaria sino un grupo de cinco compinches empleados en Migraciones la facilitaron.  

Esas noticias llegan con el telón de fondo que componen los cinco últimos presidentes: condenado uno, prófugo otro y tres más bajo proceso o investigación criminal. Completa el cuadro el equipo de la pretendiente a la presidencia, que se halla, junto a ella, en el terreno de jueces y fiscales. De los diversos fraudes y falsedades de los padres (y madres) de la patria ya es mejor no ocuparse. Dan asco.

La corrupción es antigua en el país, como mostró Alfonso Quiroz, pero nunca había alcanzado la magnitud actual, potenciada por la actuación concertada en bandas que trabajan de manera sistemática en muy diferentes ámbitos y niveles. Sus vinculaciones con los partidos de mayor incidencia en las decisiones se han hecho evidentes. Pero los grupos políticos minoritarios tampoco se libran del mal. Y hay que tener presente que el presidente de la república sigue debiendo al país una explicación sobre su desempeño simultáneo en sus negocios y en las altas funciones públicas de ministro y vicepresidente.

¿Con quién se cuenta entonces? ¿A quiénes puede elegirse o designarse en responsabilidades públicas altas y medias con la confianza de que no van a usar el cargo para enriquecerse individualmente o como afiliados a organizaciones criminales? Como si la podredumbre generalizada no fuera visible y desmoralizadora, se insiste en una lucha contra la corrupción para lo que no parece haber soldados y se anuncia reformas cuya ejecución –es fácil predecirlo– no contará con suficiente gente capaz y honesta.

En parte, esa gente capaz y honesta –que todavía la hay, creo– es responsable del estado de cosas porque desde hace mucho no acepta responsabilidades públicas. En una época esa abstención se justificó en las bajas remuneraciones; cuando esto dejó de ser así, la mala imagen y los riesgos de aceptar un cargo han seguido disuadiendo a los mejores. ¿Quiénes están dispuestos a ingresar al aparato del Estado, entonces? En general, gentes mediocres que difícilmente podrían competir en el sector privado y gentes sin escrúpulos que ven en un puesto donde se toman decisiones un atajo hacia la rápida acumulación de una fortuna. A veces, ambas calidades –si puede llamárselas así– se dan en personajes grises y sinvergüenzas.

Ciertamente, no solo el Perú tiene a estos personajes en la escena pública. Uruguay ha mantenido una imagen de país serio en medio de los escándalos que son frecuentes en América Latina. Acabamos de saber que el hijo del presidente Tabaré Vásquez –que encabeza uno de los dos gobiernos sudamericanos que no participan en el Grupo de Lima que ha plantado cara a Maduro– ha hecho negocios jugosísimos en la Venezuela que administra el chavismo. Ahora podemos pensar que detrás del frustrado asilo del ex presidente García –que, desde luego, fue previamente conversado con las autoridades uruguayas– puede haber habido algo más que la cercanía entre Tabaré y Alan.

España vive en una avalancha de destapes de negociados de diversos sectores políticos y empresariales, aunque el Partido Popular se halla a la cabeza. Además de comisiones para amañar licitaciones o autorizar incrementos en los presupuestos con los que se ganan las licitaciones, autorizar expansiones urbanas que contrarían las normas y otras lindezas, los políticos obtienen títulos universitarios sin ningún esfuerzo y, cuando se les requiere una tesis, la plagian.

Pero si alguien creía que la empresa privada está a salvo, los destapes recientemente hechos sobre el BBVA cancelan toda ingenuidad. De una parte, en un desarrollo urbanístico hecho sobre terrenos públicos en Madrid, el banco participó en la cadena de irregularidades, actualmente bajo investigación judicial, que le han permitido beneficios millonarios. De otra parte, entre 2012 y 2017 el banco pagó a un corrupto comisario de policía cinco millones de euros para que realizara trabajos de espionaje en el gobierno y entre sus competidores.

Resulta muy difícil para cualquier gobierno hacerse cargo de una situación como la que hoy se vive en muchas de nuestras sociedades. En esas condiciones funcionan –deben funcionar– las democracias realmente existentes. Y se nos pide –cada cuatro o cinco años, según los casos– que renovemos apuestas, aunque las esperanzas en que los elegidos sean parte de algo distinto disminuyen. Esperanza en que, por lo menos, unos cuantos parlamentarios defiendan los intereses de todos y no solo de aquellos que financiaron su puesto en la lista y su campaña. Esperanza en que el alcalde por el que votemos no sea un pillo como el anterior. Esperanza en que el nuevo gobernador regional no engrose, luego de unos años, la lista de los que están ya en prisión preventiva o la de quienes están entre “los más buscados”.

De esa pérdida de esperanza en las democracias, ineficientes y corruptas, se benefician los Trump, los Bolsonaro y, en el caso español, se alimenta un partido como Vox, enarbolando una suerte de franquismo para estos tiempos. En todos ellos hay la promesa de volver a las esencias de un pasado –que inventan glorioso–, para explotar la nostalgia popular por épocas que parecían dar mayores certezas, aunque mantuvieran un orden claramente injusto.

Si ese es el horizonte prometido, el camino efectivo es el de la mano dura. Que el Perú ya probó –con todas sus consecuencias– con la dictadura de Alberto Fujimori y que ha sabido rechazar en la reedición a cargo de sus herederos. El desmoronamiento de estos, atrapados en luchas intestinas y envilecidos por sus prácticas corruptas, es probablemente lo más alentador en un panorama que huele a putrefacción.