Si la política, en verdad, es el arte de lo posible, los profesores de la disciplina deberían usar con sus alumnos el caso del actual gobierno de España como materia de análisis pormenorizado. Es que Pedro Sánchez, desde que llegó a la presidencia del gobierno el 2 de junio de 2018, se mantiene en el cargo mediante un difícil –que a ratos parece imposible– equilibrio entre fuerzas centrífugas que lo respaldan pero nunca del todo, y fuerzas adversarias que apuestan decididamente a cortar su cabeza. 

La moción de censura a Mariano Rajoy, el hasta entonces líder del Partido Popular, fue aprobada a comienzos de junio por un bloque parlamentario inestable en el que de vez en cuando todavía se reúnen socialistas del partido de Sánchez, representantes del izquierdista Podemos encabezado por Pablo Iglesias,y un conjunto de grupos nacionalistas –algunos de ellos independentistas– cuyos miembros regatean su apoyo en cada ocasión, sabiéndolo indispensable para sostener al gobierno y aprobar decisiones importantes. El juego del qué-más-ofreces se da en estos días en torno a la aprobación de los presupuestos del Estado para este año.

Pero el gran telón de fondo de este tiempo es Cataluña, dividido en dos mitades casi iguales en relación con la propuesta independentista. Además, en la mitad que está por irse de España, hay distintas posiciones, desde las claras y firmes de Esquerra Republicana que está por negociar con España una salida, hasta las volubles y también divididas del sector independentista conservador cuya figura de referencia, Carles Puidgemont, se encuentra en Bélgica, adonde huyó para evitar la cárcel en España.

A partir de la posible independencia catalana, las posturas conservadoras –que con Rajoy se empecinaron en que las únicas respuestas eran la ley, la represión policial, los jueces y la cárcel– se han ido radicalizando. Caído Rajoy, lo ha sustituido un joven dirigente del Partido Popular, Pablo Casado, que ha girado marcadamente a la derecha no solo sobre Cataluña –donde está por la intervención del gobierno central– sino en temas como la migración o el aborto. El bandazo de Casado no ha logrado evitar que surja un sector aún más a la derecha, Vox, en parte escindido de los populares, que de ser inicialmente un grupúsculo llegó en diciembre a la edad adulta al obtener más de cuatrocientos mil votos en las elecciones autonómicas andaluzas, embanderado en posiciones machistas, xenófobas, franquistas para resumirlo.

El cuadro de la derecha se completa con Ciudadanos que, liderado por el catalán Albert Rivera, hace pocos años rompió –junto a Podemos– el tradicional bipartidismo político español de socialistas y populares. Liberal en sus inicios, desde hace dos o tres años ha ido moviéndose hacia la derecha, al punto de coincidir con el Partido Popular en sus posiciones y, particularmente, en su cerrada oposición al gobierno de Sánchez, que busca precipitar la convocatoria a unas elecciones en las que se imaginan triunfadores. Ciudadanos conforma así el tridente de la derecha que acaba de asumir el gobierno de Andalucía, después de 37 años de gobierno socialista.

El cuadro político está sujeto a constantes turbulencias –y la angosta cornisa por la que camina Sánchez ve agravarse su inestabilidad– en vista de las elecciones de mayo. A fines de ese mes se realizarán elecciones municipales, autonómicas –en la mayoría de comunidades que forman España– y para elegir diputados al parlamento europeo. Esta competición, que establecerá qué fuerza tiene cada actor político, aviva la confrontación y pone a prueba las costuras en más de un sector.

En Podemos acaba de demostrarse que los hilos no estaban bien atados. La formación izquierdista parece caminar hacia una división desde que, hace unos días, Íñigo Errejón anunció junto a Manuela Carmena –la alcaldesa izquierdista independiente de Madrid– que sería candidato a la presidencia de la comunidad de Madrid bajo un lema que es el de ella y no con el de Podemos. Errejón es uno de los fundadores de Podemos; entre 2014 y 2017 fue secretario de Política y Área de Estrategia y Campaña de Podemos, cuyas campañas electorales ha dirigido, y hasta ahora es miembro de su dirección ejecutiva. Con un pasado vinculado a posiciones libertarias, tiene 35 años y es un doctor en ciencias políticas; habla inglés, catalán e italiano.

En el mismo día en el que Carmena y Errejón anunciaron públicamente la candidatura de este a la presidencia de la Comunidad, Pablo Iglesias –que viene de la tradición comunista y ha hecho girar el partido en torno al culto a la personalidad– lo dio por ido del partido. Errejón e Iglesias habían sostenido una lucha no tan sorda dentro de Podemos. En febrero de 2017, en un cónclave del partido compitieron por la dirección y el sector de Iglesias obtuvo algo más de 60% de respaldo, al tiempo que el de Errejón superó el tercio de votantes. Las tensiones amainaron pero las diferencias, no. Cómo se traducirán en votantes, es algo que solo en mayo se sabrá.

Pero hasta entonces queda una larga travesía por un desierto que está minado. En enero se inicia el juicio a los líderes independentistas del proceso separatista catalán, a quienes se acusa por rebelión, sedición y malversación de fondos públicos. La acusación es groseramente desproporcionada a los hechos desarrollados en relación con la consulta popular llevada a cabo en Cataluña el 1 de octubre de 2017; todo jurista serio descarta que se hubiera producido una rebelión, dado que no se dio la violencia instrumental que requiere el Código Penal. Pero una docena de dirigentes lleva más de un año en prisión preventiva y en el juicio la Fiscalía –a cuya cabeza Pedro Sánchez puso a alguien de su confianza– insiste en que hubo rebelión. El asunto es irritante en Cataluña, dificulta la “desinflamación” del tema que busca el gobierno central y cargará la atmósfera política hasta que el proceso culmine en una sentencia.

Con el ruido ambiente del juicio, en enero continuará la lucha en torno a la aprobación de los presupuestos enviados al Congreso por Sánchez y para la cual se requiere contar con los mismos votos que tuvo la moción de censura a Rajoy, que fue la partida de nacimiento del gobierno actual. Si en definitiva, luego del forcejeo con los nacionalistas actualmente en curso, los números no lograran la aprobación, probablemente Sánchez se vería obligado a convocar elecciones generales. Que tal vez tendrían lugar este mismo año. Y entonces, todo volvería a estar en juego.

El gobierno de Sánchez no solo ha preparado unos presupuestos que incrementan notablemente el gasto social. Ha introducido muchos cambios echando mano al recurso de los decretos-ley, que requieren aprobación parlamentaria posterior a su dación pero no pasan por una negociación previa con los bloques del Congreso sobre sus términos. Algunos cambios tienen un alto valor simbólico: hay más ministras que ministros en su gabinete, se ha iniciado el procedimiento para sacar los restos de Francisco Franco del Valle de los Caídos en la guerra civil, se ha abierto puerto a emigrantes a quienes ningún otro país dejaba desembarcar. Otros tocan, además, asuntos de fondo: la baja de la tensión con el gobierno autonómico catalán, el aumento del sueldo mínimo y el de las pensiones de los jubilados, la desintoxicación partidista de la radio y televisión públicas, la atención en salud a los residentes en situación irregular, etc.

No es claro hasta qué punto todo el partido socialista está con Sánchez en su empeño. Los llamados “barones” del partido nunca vieron con buenos ojos el liderazgo de este personaje joven –en febrero cumplirá 47 años– que se ha abierto paso a pesar de esos señores feudales que acaudillan el PSOE en las regiones. La reciente derrota electoral de Susana Díaz en Andalucía, preferida por los “barones”, da oxígeno a la estrategia de Sánchez para jubilar a esa vieja capa partidaria. Pero la resistencia es agresiva. Hace unos días, en Extremadura los fieles parlamentarios socialistas de uno de esos caudillos locales –Guillermo Fernández Vara, notorio en sus posiciones claramente conservadoras– sumaron sus votos a los del Partido Popular y Ciudadanos para aprobar una moción que pidió al gobierno la intervención en Cataluña.

Hasta ahora la habilidad de Pedro Sánchez para caminar en la cuerda floja ha sido notable. Ya ha avanzado por ella mucho más de lo que hubiera podido esperarse. La cuestión es por cuánto tiempo podrá seguir haciéndolo hasta descubrir el precio de trabajar sin red.