Los datos disponibles confirman la tendencia: la ciudadanía latinoamericana se está volviendo desafecta a la democracia. Los resultados del Latinobarómetro muestran que, en la región, el “apoyo a la democracia” ha pasado de alcanzar un nivel de 44% de los entrevistados en 2009 a solo 24% en 2018. La representación gráfica no es una curva sino una pendiente, que acaso se prolongue en los próximos años.  

La instalación de regímenes autoritarios con origen electoral –Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, Morales en Bolivia, Ortega en Nicaragua, los que más han durado– ha sido coronada con la elección de Bolsonaro en Brasil. Una discusión algo descaminada desde el comienzo escogió debatir si aquellos regímenes eran de izquierda o de derecha, y todavía se pregunta si los “giros” manifestados en cada elección llevan hacia un lado o el otro.

Probablemente, el asunto es distinto y corresponde a esa pregunta importante que hizo el politólogo argentino Guillermo O’Donnell hace ya mucho: ¿esto es democracia o es un animal distinto? Acaso no estábamos entonces en condiciones de profundizar en la pregunta. El para-qué-la-democracia recibió poca atención de parte de las elites, que pensaban la democracia como un fin en sí, mientras los ciudadanos se esperanzaban en ella como un medio para alcanzar un país y una vida mejores. En ese punto, tal vez, se encuentra una de las expresiones de nuestra característica distancia entre los sectores cultivados y la plebe mayoritaria.

Entre los análisis académicos, el enfoque de “calidad de la democracia” y el uso de indicadores condujo a ver “insuficiencias” en aquellos gobiernos elegidos en los últimos cuarenta años para reemplazar a las dictaduras militares. Esta visión apuntaba al señalamiento de “faltantes” en los regímenes analizados y se esperanzaba en que su evolución “completaría” aquellos componentes del estado de derecho que se hallaban flagrantemente ausentes. Desde esa óptica, los “socialismos del siglo XXI” fueron vistos con indulgencia, pese a que cada vez más se revelaron como caricaturas del “animal distinto” que entrevió O’Donnell, parientes muy lejanos del régimen democrático, del que solo han mantenido la periódica realización de elecciones, frecuentemente en condiciones sesgadas.

Barreras latinoamericanas a la democracia

La democracia encuentra en la región dos límites formidables. Uno de ellos está en la desigualdad, tanto objetiva como la subjetiva (esto es, el reconocerse desigual); el otro reside en la falta de hábitos democráticos, que se explica por la carencia de experiencia democrática. Por eso nuestras “democracias” han sido –siempre o casi siempre– “iliberales”, como lo son varias en Europa del Este, simulacros de democracia para los que se ha inventado esa denominación.

A menudo se pone un acento quizá excesivo en la correlación –que las cifras confirman– entre desaceleración o crisis económica y desafección de la democracia. Quizá la clave está, más bien, en que los bajones en la economía precipitan, o hacen más perceptible, la desigualdad. Una desigualdad que, según Verónica Amarante y Maira Colacce, en los últimos años ha dejado de reducirse en la región. Se adopta así el mismo curso del resto del mundo, donde se ha notado que el alza en el apoyo a los partidos autoritarios en las tres últimas décadas corre en paralelo con el incremento de la desigualdad. Se desvanece la promesa democrática de la igualdad.

Pero, más allá de los vaivenes de la economía, la pobreza y la desigualdad, en América Latina resulta crítico el peso –que los otros factores ayudan a poner de manifiesto– de una cultura y unos hábitos políticos que no son los democráticos. Y no lo son debido a la falta de experiencia democrática sostenida. Como argumenta Appelbaum, la democracia no es algo natural en las sociedades; no hay algo así como un instinto humano innato favorable a la democracia, que simplemente debe desenvolverse. “La democracia, sostiene, es más bien un hábito adquirido. Como la mayor parte los hábitos, la conducta democrática se desarrolla lentamente a lo largo del tiempo, mediante la repetición constante”. Eso no ha ocurrido en América Latina. No hemos vivido la práctica democrática durante un lapso suficiente, sino solo en periodos cortos, interrumpidos por gobiernos autoritarios –elegidos o no– que han crecido desde la decepción temprana respecto de alguna intentona democrática. De allí que acá no pueda hablarse de “regresiones” de la democracia –como en Estados Unidos o en algunos países europeos–, dado que en la mayor parte de nuestros países no la hemos tenido establemente.

Es en la atmósfera de una cultura democrática –donde se respetan las reglas también cuando uno pierde y donde el adversario no es un enemigo– que el estado de derecho puede prosperar. El entrampamiento latinoamericano consiste en que la democracia no se robustece porque carecemos de los componentes que, precisamente, la democracia haría posibles.

En el paisaje de América Latina, donde pasta ese “animal distinto”, las demandas sociales hoy no reciben atención de los partidos –que no son los que concibió la teoría sino simples aparatos para cada oportunidad electoral–, ni de las autoridades, elegidas pero crecientemente capturadas por la corrupción. Los dirigentes políticos pretenden perpetuarse en el poder y para ello hacen lo que les resulte necesario, no importa qué. Y el papel de los tribunales solo excepcionalmente es el que les corresponde en un estado de derecho, como contralores del poder.

China, Trump y nuestra falta de ideas

Mirar al mundo tampoco abona el entusiasmo democrático, hoy en día. El modelo del mercado como motor del crecimiento económico –que puede facilitar la atención de demandas sociales– no más va de la mano de la democracia. Lo sustituye la idea de que el capitalismo liberal puede ser deseable pero no necesita ser democrático. China es el emblema de un autoritarismo del siglo XXI que atiende la demanda popular de prosperidad económica y reconocimiento político. Es un gigante que, bajo control de un partido político, incrementa el producto per cápita, reduce la pobreza y aumenta la esperanza de vida de la población, al tiempo que robustece en la población el orgullo de pertenecer a un país exitoso. Es lo que hubiera querido lograr el dúo Chávez-Maduro y, mientras el régimen bolivariano pudo distribuir, no les fue mal en cuanto a respaldo popular.

Sin duda, desde América Latina se mira no solo a China sino también a Trump. Y, frente a esos desarrollos, en nuestros países no hay propuestas. Hubo épocas en la región cuando había ideas y con ellas se dibujaban –ilusoriamente en muchos casos– proyectos de país o, cuando menos, proposiciones de reformas. En los años ochenta las ideas no solo perdieron vigencia sino que dejaron de producirse. Los cambios ocurridos en el mundo, que desembocaron en la globalización y la sociedad de la información, dejaron atrás al pensamiento latinoamericano. La idea de cambiar el país no está en la agenda porque no existe. Nadie sabe a ciencia cierta cómo debe ser la escuela de hoy, ni cómo combatir al crimen organizado con eficacia, por mencionar dos preocupaciones importantes de los latinoamericanos.

En ese contexto, la competencia electoral, ritualmente llevada a cabo cada cierto número de años, es una disputa entre figuras que solo ofrecen imágenes para su propio marketing que, como en otros tiempos, ofrece salvar al país. Generalmente, no hay nada detrás de la imagen. No hay respuestas para muchos de los viejos problemas no resueltos y tampoco para los nuevos. Y las construcciones levantadas sobre esa aridez, gracias a las tecnologías de la comunicación, están repletas de fake news distribuidas por los trolls. El juego de imágenes es ocupado por mentiras que se repiten para desatar emociones irracionales con las cuales acaso se pueda ganar la siguiente elección.

Mientras ese es el juego de la democracia realmente existente en América Latina, como señala Marta Lagos, se suceden resultados electorales que sorprenden, se multiplican las acusaciones de corrupción, ex presidentes van a prisión o huyen para evitarla, grandes empresas corruptas quedan al descubierto y se desatan migraciones masivas de aquellos que –en Centroamérica y en Venezuela– han llegado a la conclusión de que, pese a la democracia, no pueden vivir en sus países. Esa democracia es, precisamente, la que está en cuestión.