Nuestro premio nobel ha publicado un texto acerca de “la hispanidad” –en polémica, algo forzada, con otro de Antonio Elorza– para “reivindicar esa hermosa palabra que, para mí, más bien se asocia a las buenas cosas que le han ocurrido a América Latina”. Como el mismo Vargas Llosa señala en su razonamiento, en este asunto es preciso hacer “las sumas y las restas” puesto que, al mismo tiempo que la llegada de los españoles al subcontinente nos dio una lengua común y nos incorporó a la civilización occidental, trajo consigo algunos factores que, por lo menos algunos, no celebramos.
Debe admitirse que en esta materia no todos usamos la misma aritmética; es decir, que las “sumas y restas”, aunque se efectúen con inteligencia –como es el caso de MVLl–, expresan tanto elementos objetivos como componentes que son apreciados subjetivamente. Y el resultado de la operación que hace cada quien puede ser –y, en los hechos, es– muy distinto.
Puede concordarse con MVLl en que una parte significativa de los males latinoamericanos, que usualmente se achacan solo a la herencia hispánica, son propios de las elites nativas. Pero precisamente en estas aparece, hasta hoy, la herencia envenenada que se somete a discusión cada 12 de octubre.
Acaso la mayor ponzoña que ha pervivido en los sectores dirigentes de la región es una manera de vernos a nosotros mismos, que se traduce en menosprecio –cuando no desprecio–de una parte de la población. En efecto, el racismo que todavía padecemos fue inoculado por la presencia colonial española; es verdad que, a diferencia de lo ocurrido con los conquistadores ingleses, la libido de nuestros conquistadores resultó incontenible y produjo mestizos en abundancia. Pero, no obstante, estos también fueron sometidos al desdén, aunque en un grado distinto al asignado a los indígenas. Y tener hijos mestizos –mediando una violación o una seducción– no condujo al español al matrimonio con la madre correspondiente: las “esposas” fueron importadas de España y los hijos paridos por la indígena se incorporaron a la familia hispana solo en ocasiones. En esa suma que no hace MVLl, España llevó de la mano a América el racismo y, en consecuencia, sembró la raíz más importante de la desigualdad social que conocemos y que aún hoy no es principalmente económica.
La colonización española llevó también rasgos de la cultura hispana que no pueden ser objeto de alborozado festejo. En contraste con los valores del mundo anglosajón, nos llegó una valoración del trabajo como castigo divino o como tarea de gentes bajas, impropia de los señores, que más bien buscaban hacerse de un patrimonio mediante favores y prebendas de la corona. Hoy no hay rey –por lo menos en América Latina– y el capitalismo ha introducido otras formas de hacer dinero, pero en todo el mundo hispánico prevalece una desestima del trabajo, que es uno de nuestros mayores obstáculos para salir adelante.
Podría hacerse un listado de pequeñas y grandes lacras comunes a la región, cuyo origen salta a la vista cuando se las encuentra también en la vida cotidiana española. En ese catálogo, habría que reservar un lugar destacado para la envidia y la hipocresía, que no prosperan de la misma manera en todas las culturas. Y otro, nada secundario, para lo que en el Perú denominamos “vara” y en España “enchufe”: el padrinazgo o el amiguismo que aprecian los contactos y las relaciones en lugar de los méritos.
Pero, además, la “hispanidad” sigue reproduciéndose desde España, en dos líneas principales. Una es la inversión, con especial énfasis en Brasil y México, seguidos por Argentina, Perú, Chile y Colombia. En correspondencia, para grandes bancos españoles y empresas tan importantes como Movistar, una porción muy importante de las utilidades viene de la región. Según reportan las propias empresas, América Latina es la región en la cual incrementarán más la facturación en los próximos tres años.
La otra línea se mueve en el campo de las apariencias: visitas oficiales –encaminadas principalmente a reforzar la labor de los inversionistas–, reuniones “iberoamericanas” de todo tipo y una acción de cooperación con resultados sociales más bien marginales. En el rubro de reuniones, las “cumbres” ideadas por Madrid cubren diversos ámbitos y niveles: de jefes de Estado, de cortes supremas, de autoridades universitarias, de fiscalías y todos los ramos ministeriales. Son tan costosas como inútiles: nada se produce en ellas y nada de provecho sale de allí… salvo esa suerte de tutoría moral que a España conviene atribuirse en el ámbito internacional.
Salvo para esos dos efectos –inversiones rentables y uso como pieza de su política internacional– y una retórica sin consecuencias, en términos efectivos a España le importa poco América Latina. La cancillería española utiliza a los países latinoamericanos, pagando un costo económico improductivo, con el fin de simular el papel de “puente” entre América Latina y, sobre todo, el continente europeo. Este rol pretende añadir valor al peso de España en la Unión Europea, que en realidad no es de mayor relevancia.
Ese papel de madre con hijas adultas –o de hermana mayor, en una versión más benevolente –tiene una base social en la Península. Muchos españoles quieren ver a América Latina como algo que se les fue pero en lo cual conservan preeminencia. El ámbito de ejercicio más notorio de esa pretendida preeminencia es precisamente uno de los ejes de la argumentación de MVLl: la lengua.
Aquello que el nacionalismo que no se reconoce como tal denomina “español” en rigor es el castellano –esto es, la lengua de Castilla–, puesto que en España se hablan otras cuatro lenguas. El imperio, inicialmente, y el franquismo en este siglo propugnaron la homogeneidad de la Península como requisito de la unidad y la identidad del país. Una herramienta disponible fue considerar al castellano como la lengua del reino. En la España franquista, de hace solo cuarenta años, los maestros obligaban a lavarse la boca a los niños catalanes y vascos que osaran hablar su lengua natal en la escuela.
El “español” ha sido impuesto como lengua nacional en un territorio plurilingüe. En el caso latinoamericano la denominación “castellano” se mantiene en el cono sur, mientras que en Centroamérica la influencia estadounidense ha contribuido a generalizar la de “español”. Pero lo más importante reside en que, hasta hoy, en España se considera a las formas latinoamericanas de hablar y escribir el castellano como maneras imperfectas –en versión extremista, dialectos– de hablar y escribir el llamado español.
Es célebre la anécdota del conflicto de Gabriel García Márquez en torno a uno de sus primeros libros editados en España, en el cual el editor sustituyó “carro” por “coche”. La edición fue retirada pero la imposición del castellano peninsular persiste, aunque el diccionario de la RAE haya admitido los usos latinoamericanos como acepciones secundarias. En otras palabras, para muchos españoles la lengua “común” es la que se habla en España, no la que hablamos los latinoamericanos. MVLl debería saberlo bien a partir de su propia experiencia como escritor.
"Quiero a España tanto como al Perú y tengo una deuda tan grande con ella como mi agradecimiento. Si no fuera por ella, no estaría en esta tribuna ni sería un escritor conocido", dijo en 2010 MVLl al recibir el premio Nobel. Dos meses después le fue otorgado por la corona española el título nobiliario de marqués. Quizá su agradecimiento le ha hecho ignorar aquellos elementos de la herencia envenenada que pueden opacar su tesis sobre la hispanidad.