Hasta hace poco los prófugos VIP provenían de las filas del narcotráfico; muchos de los barones de la droga salían del país apenas se les concedía una libertad provisional –o se ponía fin a su prisión preventiva–, mediando para tal disposición judicial razones no precisamente jurídicas. El expresidente Alejandro Toledo añadió a la lista de evadidos un color distinto –el del cholo “sano y sagrado”, diría Eliane Karp–. Pero en la historia del país no hay antecedentes de un juez evadido de la justicia. Ni siquiera a los jueces que fueron perseguidos por razones políticas durante el Oncenio de Leguía se les ocurrió fugarse a otro país. 

César Hinostroza Pariachi inaugura, pues, un nuevo capítulo en la historia de la judicatura peruana que, pese a sus muchos episodios oscuros, no había llegado a esto. De allí que llame la atención que la huida del ex juez haya desatado un debate encendido solo en torno a quién es responsable de ella, si el Congreso que tramitó remolonamente el envío del caso al Ministerio Público o el Poder Ejecutivo que dejó a Hinostroza pasar entre las piernas de Migraciones. En los remolinos de esa discusión, no se ha reparado suficientemente en lo que el episodio nos dice acerca de quiénes son jueces en el Perú y de qué son capaces. Y no un juez de paz, sino un juez de la Corte Suprema.

Desde luego, en este asunto no hay olvidos ni descuidos. Desde hace tiempo todo tiene precio en el país. ¡Por qué no habría de tenerlo la demora de la burocracia congresal o la inadvertencia policial en los puestos de frontera! Está bien que se establezcan responsabilidades y el ex ministro del Interior ya ha dado un ejemplo con su renuncia. Pero por lo menos tan importante como eso, es el significado de esta huida para el aparato que está encargado de administrar justicia.

Toda una trayectoria

Según la hoja de vida registrada en el Consejo Nacional de la Magistratura, Hinostroza es un juez de carrera –como se dice en el ambiente de tribunales– y ha trabajado en el Poder Judicial durante 35 años, de los 39 que tiene como abogado (Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1979). Luego de un corto periodo en el Ministerio Público, en 1983 se inició como juez (de paz letrado) en Lima; dos años después fue nombrado juez de primera instancia en Piura y en 1991 pasó a ser juez superior en Loreto. Pero su mayor experiencia se desarrolló a partir de 2001, cuando fue nombrado juez superior en el Callao, presidió la Oficina distrital de Control de la Magistratura en 2003 y llegó a la presidencia de la Corte Superior en 2008. En 2016 fue designado juez de la Corte Suprema, al año siguiente ofició como representante del Poder Judicial ante la Comisión ejecutiva multisectorial de lucha contra el lavado de activos y, tómese nota, se incorporó como miembro alterno de la Comisión de levantamiento de inmunidad parlamentaria.

Esa trayectoria laboral ha sido progresivamente aderezada con credenciales académicas: además de haber acreditado nueve diplomados, realizó una maestría en ciencias penales (Universidad San Martín de Porres, 2003) y obtuvo un doctorado en derecho (Universidad San Martín de Porres, 2007). Ha publicado tres libros; uno sobre la confesión sincera –a la que personalmente parece renuente– en el procedimiento penal (2005), un manual de derecho penal (2006), y un volumen de 300 páginas sobre… el delito de lavado de activos, asunto en el que, por lo que se sabe, es un especialista. No obstante, en 2013, antes de que el autor llegara a la Corte Suprema, el Instituto de Defensa Legal denunció que algo más del 41% del libro sobre la confesión sincera fue plagiado de una tesis presentada, años antes, en la Universidad de San Marcos. En cualquier caso, el discutido personaje ha ejercido la docencia en la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana y en las universidades San Martín de Porres, Inca Garcilaso de la Vega y Federico Villarreal.

No es de sorprender que esté cuajado de honores y distinciones. Es doctor honoris causa por la Universidad Privada Sergio Bernales (Cañete) y ha recibido galardones del Colegio de Abogados del Callao y la Asociación Nacional de Periodistas del Perú, además de una condecoración de la Marina de Guerra –la Orden “”Cruz Peruana al Mérito Naval” en el grado de “Gran Cruz” – y otra de la asociación Sembrando valores, que le otorgó la medalla “Madre Teresa de Calcuta”.

Los pormenores reseñados indican que Hinostroza era, o parecía ser, un juez destacado. En 2009 la Corte Suprema lo reconoció como el mejor presidente de corte superior. De manera menos explicable, durante su carrera en el Poder Judicial –esto es, sin ejercer la profesión– ha acumulado un considerable patrimonio; no solo él sino también su esposa.

Preguntas incómodas

Hinostroza huyó del país para evadir la justicia en la que él ocupaba un cargo de muy alto nivel. Esta semana se presentó en una comisaría española para solicitar asilo. El asunto pasa a los enredados vericuetos burocráticos. Es el momento de preguntarse sobre asuntos que tienen que ver con él pero también con problemas más hondos de la sociedad peruana.

¿Durante 35 años nadie en el Poder Judicial advirtió algo que anunciara quién era en verdad César Hinostroza Pariachi? ¿Por qué recayeron sobre él denuncias de diverso tipo –desde plagio hasta desbalance patrimonial– sin que ninguna prosperara? ¿Sirven de algo los controles sobre los operadores de justicia?

A esas interrogaciones siguen otras más inquietantes: ¿si un juez puede permanecer en la impunidad durante años y ascender hasta la cúspide, cuántos como él habitan en el aparato de justicia? ¿Por qué debemos confiar en que este caso es excepcional –recurriendo al desgastado argumento de la “manzana podrida”–, si acaso no es sino un botón de muestra?

¿Qué reflexión cabe a partir del currículum del personaje? ¿Así es como se fabrican las hojas de vida actualmente? Poniendo aparte los doctorados honoris causa, ¿qué significan hoy en día en el país los grados y títulos otorgados por universidades que, por negligencia o por corrupción, los expiden sin la menor seriedad? ¿Qué pueden decir ahora las organizaciones –entidades oficiales y de “la sociedad civil”– que honraron y encumbraron al juez fugado?

Una interrogante final, que tiene actualidad: ¿Podría una modificación constitucional como la propuesta en la primera pregunta del referéndum del 9 de diciembre, sobre el Consejo Nacional de la Magistratura, asegurarnos que gentes de esta índole no lleguen a la administración de justicia?

La encuesta mensual de Ipsos indica que en este mes de octubre, precisamente, el nivel de aprobación del Poder Judicial alcanzó a 21% de los encuestados, duplicándose el puntaje de meses anteriores. Esto querría decir que uno de cada cinco peruanos está satisfecho con la justicia que tenemos. ¿Qué es mayor, entonces, la desinformación o la resignación ciudadanas?