El Perú ha conocido una avalancha de audios de conversaciones entre jueces, asesores, abogados y políticos, que revelaron una red de conexiones para nombrar y ascender jueces, y para archivar casos o inclinar sentencias. La fuente son las grabaciones efectuadas con autorización judicial y difundidas por el Instituto de Defensa Legal, pese a que hubo fiscales que intentaron secuestrar las grabaciones para impedir su difusión. 

El cuadro resultante al cabo de tres meses muestra un sistema de justicia penetrado por la corrupción. Quien encabeza ahora el Poder Judicial, el juez Víctor Prado –integrante del tribunal supremo que en 2009 condenó a Alberto Fujimori a 25 años de prisión–, ha declarado que en 14 de los 34 distritos judiciales del país existe influencia del crimen organizado.

Si de un lado se halla la delincuencia organizada y de otro el Poder Judicial, la tercera pata de la trama se halla entre los políticos. La bancada de “la señora K” defiende al actual Fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, quien conversa con el exjuez César Hinostroza en uno de los audios en torno a una investigación que en su momento se abrió al ahora Fiscal. La defensa de Chávarry –en discursos, sucesivas dilaciones de procedimiento y la votación contraria a la propuesta de su destitución– confirma que el Fiscal de la Nación es una pieza del ajedrez fujimorista.

La justicia peruana ha tenido una trayectoria más bien pobre, solo en algunos casos importantes ha tenido un desempeño destacable y, desde hace mucho, padece un altísimo grado de desaprobación social. Pese a todo eso, no había conocido una crisis de la magnitud que tiene la actual.

En medio de la crisis surgen señales de signo contrario. El sometimiento tradicional de los jueces peruanos acaba de reaparecer en la sentencia que absolvió al general Urresti, habilitándolo como candidato a la alcaldía limeña, un sueño frustrado por los electores. Pero tanto la resolución del juez Hugo Núñez que anula el irregular indulto a Fujimori, como la decisión del juez Richard Concepción que dispone la detención de Keiko Fujimori por el escándalo de los “cocteles” –detrás del cual se vislumbra el dinero de Odebrecht–, parecerían anunciar que no todo está descompuesto.

No solo en el Perú se está conociendo mejor a los jueces. Gracias a los instrumentos audiovisuales y la difusión que ahora alcanzan las comunicaciones personales, los jueces españoles también exhiben sus vergüenzas en estos días. Dos temas importantes son objeto de esta suerte de striptease judicial. Uno es Cataluña, donde se vive desde hace un año una crisis en torno al reclamo independentista, asunto indudablemente político que ha sido judicializado mediante una diversidad de procesos que comprenden a un alto número de procesados, algunos de ellos en prisión preventiva y otros huidos del país. El otro tema es la violencia de género, problema en el que la sociedad manifiesta interés preferente y que, para atenderlo, ha sido materia de modificaciones legales y ha recibido significativas asignaciones presupuestales merced a un pacto entre los partidos políticos.

En el conflicto catalán la intervención de fiscales y jueces ha tomado partido continuamente por las tesis más conservadoras y duras, que han sido las del gobierno del Partido Popular en los últimos años (2011-2018). Una interpretación manifiestamente infundada de los hechos producidos el 1 de octubre de 2017 –con ocasión de la realización de una irregular consulta popular sobre la independencia, que fue convocada por el gobierno catalán– ha considerado que las manifestaciones y movilizaciones populares producidas constituyen el delito de rebelión que, según precisa el art. 472 Código Penal español, requiere el uso de violencia. Tanto la justicia alemana como la belga –en los casos de procesados por esta causa que han dejado el país– han denegado la extradición solicitada por la justicia española; aquellos jueces han entendido que los hechos producidos en Cataluña no tienen entidad suficiente para constituir la violencia prevista en el delito de rebelión.

No obstante, tanto fiscales como jueces –incluido el magistrado Pablo Llarena, que instruye arbitrariamente el caso en el Tribunal Supremo– persisten en calificar como “rebelión” aquello que evidentemente no lo fue. El objetivo no confeso probablemente es mantener en prisión preventiva a los procesados y, en algún momento, condenarlos con la pena añadida de inhabilitación, lo que descabezaría el movimiento independentista.

El desnudamiento ocurrido en las últimas semanas se ha visto en un chat interno del Poder Judicial, en el que participa cierto número de jueces. Uno de ellos dice: “lo ocurrido el día 6 de septiembre y el 1 de octubre fue un golpe de Estado” y añade: “Con los golpistas no se negocia, ni se dialoga”. “El golpe de estado se salda con vencedores y vencidos o no se salda”, sostiene otro juez en el intercambio, luego de lo cual lanza un “¡Viva el Rey!” y califica a los independentistas como “criminales”. Y sigue el coloquio así, algo desaforadamente, con tomas de posición abiertamente contrarias a nacionalismo e independentismo catalanes, lejos de cualquier rasgo de ecuanimidad y, por cierto, con evidentes adelantos de opinión sobre la controversia. La tendencia revelada por estos jueces explica mejor aquello que la justicia está haciendo en Cataluña: política.

El intercambio producido en el chat, luego de que su contenido fuera publicado en varios medios digitales, ha sido objeto de un debate. La magistrada Montserrat Comas d'Argemir, portavoz en Cataluña de la agrupación Juezas y Jueces por la Democracia –que representa al llamado sector progresista de la judicatura–, declaró en una entrevista radial: “Preocupa que una minoría exprese un pensamiento tan ofensivo", pero se apresuró a sostener que se trataba de un “chat privado”, como si esto rebajase la importancia de la revelación.

Por su parte, la consejera de Justicia del gobierno catalán, Ester Capella, llevó el asunto ante el órgano rector de la judicatura, el Consejo General del Poder Judicial. Este es designado a medias por el Congreso y por el Senado, seis miembros cada uno, sobre la base de acuerdos y repartos entre los partidos políticos. El Consejo decidió que se trataría de una falta y, en cualquier caso, prescrita, por lo que no actuó en el caso.

El segundo tema está circunscrito a un caso específico que, sin embargo, puede ser anuncio de una mentalidad judicial que es la que juzga los casos de violencia contra la mujer. Una conocida modelo, María Sanjuán, denunció en enero a su pareja y padre de sus dos hijos, por violencia de género, por lo que el empresario –a quien los medios consideran un “aristócrata” de fortuna– fue detenido. El caso estuvo, desde el inicio, a cargo del Juzgado de Violencia contra la Mujer número 7 de Madrid; el juez es Francisco Javier Martínez Derqui, quien tiene algo más de diez años dedicado a la violencia de género e imparte cursos sobre la materia. Pese a que la denunciante solicitó una orden de alejamiento, el juez no la emitió. A fines de junio, este mismo juez fue inadvertidamente grabado por el sistema audiovisual del juzgado, momentos después de terminar una audiencia del caso. En la grabación filtrada a los medios y recién conocida, Martínez llama “bicho” e “hijaputa” a la agraviada.

Si esa es la consideración que merece una denunciante a un juez –y que, según se advierte en la grabación, es compartida por una fiscal y una auxiliar del juzgado– especializado en violencia de género, qué puede esperarse del tratamiento de este problema por los tribunales. Además del inevitable apartamiento del juez del caso, que ya se ha producido, es igualmente significativo lo que se espera en el manejo oficial del escandaloso episodio. En fuentes del Consejo de Gobierno del Poder Judicial se anticipa una multa como sanción al juez. Nada más.

“Juicios tengas”, dice una maldición atribuida a los gitanos, que no necesita explicación.