Han pasado cincuenta años. Son tantos que la mayoría de peruanos de hoy –en rigor, cuatro de cada cinco, según el INEI– no habían nacido cuando se instaló el gobierno militar encabezado por Juan Velasco Alvarado. Portador de un proyecto ilusionado e ilusionante, por su declarado compromiso de cambiar el país, duró lo que el liderazgo del general.
Sus propósitos eran simples, aunque su realización resultó demasiado compleja. Se trataba de reducir la desigualdad, desterrar las peores formas de explotación –sobre todo, en el campo– y lograr que el país adoptara en sus relaciones internacionales posiciones acordes con sus propios intereses.
Este intento se inscribió en la línea de otros, fracasados todos. El principal, el del APRA que había propuesto algo similar cuarenta años antes, derrotó a la alternativa del Partido Comunista y, en la década de 1960, terminó poniendo las masas que había reclutado a disposición de los actores políticos más conservadores. Fracasó también, y estrepitosamente, el proyecto de reformas que hizo suyo Fernando Belaunde y con el cual ganó las elecciones de 1963 como beneficiario de la desviación aprista. Luego de esa frustración, los partidos políticos quedaron excluidos como vehículos de una transformación profunda del país.
Surgió entonces el proyecto militar. Que no fue entendido, quizá por su empeño en afirmar una imprecisa vía intermedia entre capitalismo y comunismo –propuesta por Carlos Delgado, el gran ideólogo del proceso– o, tal vez, por el corte autoritario con el que trató de imponerse sobre los civiles.
Que los políticos no lo entendieran –o no quisieran entenderlo– es fácil de explicar. Quienes constituían el elenco estable de la escena política –apristas, belaundistas y odriístas– se dieron cuenta de que esta vez el golpe militar tenía propósitos de largo plazo y, por lo tanto, ellos venían a ser jubilados, prematuramente según sus expectativas. Quienes se asomaban a la política –y embanderados de izquierdas daban sus primeros pasos en las luchas universitarias– sintieron asimismo que se les cancelaba el futuro personal al que aspiraban. Y tal vez eso explica la rabiosa oposición en la cual la mayoría de ellos se inscribió.
Tampoco lo entendió la llamada burguesía nacional, a la cual el proyecto velasquista reservó un lugar privilegiado para hacerse de un mercado interno mediante la prohibición de importaciones y todas las ventajas para importar maquinaria e insumos. Prefirieron considerarse agraviados por el lugar que la revolución militar asignó a sindicatos y comunidades industriales. Los derechos del viejo hacendado –tanto el terrateniente como sus herederos ideológicos– habían sido tocados por las reformas.
Finalmente, tampoco lo entendieron los militares, que vieron con temor el “envalentonamiento de los cholos” –como decían las señoras limeñas–, que no era otra cosa que el asomo de una conciencia de igualdad. Buena parte de la oficialidad privilegiaba el orden y el gobierno no tenía capacidad para garantizar un nuevo orden, una vez derruido el viejo orden oligárquico. De ese sentimiento y esos temores surgió la traición de Morales Bermúdez, apoyada por la mayoría de oficiales. Por razones tácticas, Velasco había puesto al proyecto, que compartía con un grupo de oficiales, los uniformes de la Fuerza Armada. Esta maniobra, útil para la embestida inicial de la revolución militar, terminó siendo su talón de Aquiles.
Cuando se mira el transcurso de estas cinco décadas –y especialmente al presente–, surge la tentación de pensar que no ha quedado nada de aquello que se intentó aquel 3 de octubre. Es un simplismo no admitir que el país cambió radicalmente, en parte debido a la intervención militar de 1968. Ocurre que no solamente carecemos de la distancia para hacer la evaluación aquellos que asistimos a la experiencia; quienes no habían nacido han recibido una versión acerca de ella que dista mucho de ser objetiva, preñada, como está, de los resentimientos surgidos y, desgraciadamente, heredados.
No es este el espacio para proponer un balance. Pero es posible mencionar un elemento central. La revolución militar cambió el sentido del resentimiento social y eso es quizá lo que algunos no perdonan. Si los resentidos habían sido multitud de indígenas y mestizos a quienes se apartaba o posponía debido a su condición de tales, a partir de 1968 –y durante más años de los que duró el sueño velasquista– el resentimiento hizo presa de quienes se consideraron despojados del país al que creían tener derecho preeminente. Entre ellos no solo se alinearon quienes tenían riqueza y poder, que vieron amenazados, sino también los dispuestos a alquilarse al servicio de aquellos, los aldos y los phillips que vieron esfumarse el lugarcito donde tenían pensado acomodarse.
No obstante, fracasado el gran proyecto de la revolución de Velasco, el tema de cambiar el país ha dejado de estar en la agenda. Como sabemos, Sendero Luminoso y el MRTA –cada uno a su modo– trataron de volver a colocarlo. Se equivocaron en fines y medios, y cancelaron la aspiración; mataron los sueños. Luego ha habido simulacros mentirosos –con García, Fujimori, Toledo y Humala– que prometieron el cambio y en lo que se empeñaron fue en la corrupción. Hoy en día, nadie levanta una propuesta para cambiar el país. Y los supuestos depositarios de la proclama revolucionaria –los partidos de izquierda–, capturados por la mediocridad y divididos por las ambiciones, exhiben a diario su incapacidad para intentar cualquier transformación.
Algún día podrá hacerse un balance ecuánime de lo que significó el empeño puesto en marcha hace cincuenta años. Su fracaso probablemente mostró los límites de los peruanos para construir un país mejor.