Una persona comete o no un delito cualquiera, es procesado y condenado por ello. La persona cumple la pena impuesta por la sentencia. Un tiempo después, una ley viene a modificar la condena, incrementándola de una manera determinada. No se trata de una ley que aumenta la pena para el delito –cambio que afectará a quienes lo cometan con posterioridad a la nueva ley– sino de una ley que ordena que quienes ya fueron condenados por un delito determinado deben sufrir una sanción adicional a la que el juez les impuso.
Eso no ocurre en ningún país donde rige un estado de derecho. Primero, porque imponer las penas es facultad exclusiva de la administración de justicia, y así lo establece la Constitución peruana. Segundo, porque la pena debe estar establecida al tiempo de cometerse el delito, no después. ¿Qué puede justificar entonces que un parlamento disponga una sanción adicional, con posterioridad tanto respecto de la ejecución del hecho delictivo como respecto de la condena impuesta por los tribunales e, incluso, de la pena cumplida por el condenado?
No es fácil encontrar una respuesta. Y, sin embargo, es lo que viene ocurriendo en el Perú porque en el Congreso ha prevalecido la ocurrencia de imponer penas adicionales a los condenados por ciertos delitos. El asunto empezó con la ley 30717, promulgada en enero de 2018 y que incluye dentro de las prohibiciones del derecho a postular a la presidencia y vicepresidencias de la república, a representante al Congreso y en las elecciones regionales y municipales a quienes hayan sido condenados a pena privativa de la libertad por un delito intencionalmente cometido. Más aún, en el caso de que el delito materia de la condena haya sido el de terrorismo, apología del terrorismo, tráfico ilícito de drogas o violación de la libertad sexual, la prohibición se mantiene aún cuando el condenado haya sido rehabilitado. Esto es, que quienes fueron condenados por cualquier otro delito sí pueden postular una vez cumplida su condena, porque entonces se produce automáticamente la rehabilitación. En cambio, los condenados por los delitos enumerados jamás podrán ser candidatos a un puesto de elección popular.
Acaso no sea inútil recordar que el derecho a elegir y ser elegido no se pierde en el Perú. Sí puede ser suspendido, según la Constitución (art. 33) en tres casos: (i) por resolución judicial de interdicción, (ii) por sentencia con pena privativa de la libertad, y (iii) por sentencia con inhabilitación de los derechos políticos. Al imponer las disposiciones de la ley 30717, el Congreso ha procedido de manera contraria a la disposición constitucional, ya que ha creado una forma adicional de perder el derecho a ser elegido.
Pero, habiendo abierto ya el camino de la inconstitucionalidad, el Congreso dictó en mayo de este año la ley 30794, que fue promulgada por el presidente Vizcarra en junio. La ley establece “como requisito para ingresar o reingresar” a trabajar en el sector público no haber sido condenado por los delitos de terrorismo y apología del terrorismo, trata de personas, proxenetismo, violación de la libertad sexual o tráfico de drogas. Precisa que haber cumplido la condena no exime del cumplimiento del requisito, de modo que el condenado jamás podrá prestar servicios al Estado. Incurriendo en una redacción deficiente, añade luego que el requisito también es exigible a quienes ya están trabajando en el sector público, de modo que, de haber servidores que han sido condenados por alguno de esos delitos, “este vínculo deberá ser disuelto”. Entiendo que algunas entidades privadas, no comprendidas en la ley, están aplicando indebidamente el mismo criterio para despedir empleados con aquellos antecedentes.
Esta segunda ley ha vuelto a ampliar penas impuestas y cumplidas. Esta vez no impide ser candidato sino prohíbe trabajar para el Estado. Las dos leyes introducen arbitrariamente criterios de desigualdad –en el derecho a ser elegido y en el derecho al trabajo–, pero irónicamente han entrado en vigencia en el oficialmente proclamado “Decenio de la igualdad de oportunidades para mujeres y hombres”.
Se hubiera esperado que algunas voces –no tanto de los afectados por estas leyes inconstitucionales sino de juristas reconocidos– cuestionaran los atropellos legislativos. Hasta donde sé, no se ha dicho nada. Ningún colegio de abogados del país, ni una facultad de derecho, ni un jurista solitario. Tampoco una organización de derechos humanos –groseramente violados por las leyes comentadas– ha considerado pertinente advertir nada. Tal vez el silencio se deba al tipo de delitos objeto de las proscripciones; son delitos que tienen muy mala fama y generan una alta censura social, particularmente el de “terrorismo”. Cualquiera que llame la atención sobre el tema corre el riesgo de ser “terruqueado” y hundido en el desprestigio. Cierta manera de entender la prudencia impone silencios.
En medio del mutismo cómplice que se mantiene, se halla en trámite un proyecto de ley que, a los vicios de inconstitucionalidad presentes en las dos leyes mencionadas, suma otro: la pretensión de una ley con nombre propio. En efecto, el proyecto 2357/2017-CR busca incluir dentro de las prohibiciones para ser candidato a un cargo de elección popular varias figuras delictivas en torno a los delitos de rebelión y sedición. La prohibición subsistiría en el caso de haberse cumplido la pena. Este proyecto se halla ostensiblemente encaminado a cerrar el camino electoral a Antauro Humala.
En la exposición de motivos, el proyecto intenta respaldarse en la disposición constitucional que establece que el ciudadano tiene el derecho de sufragio “conforme a ley”. Pero esta generalidad, usual en la redacción legal, no puede ser usada para imponer cualquier impedimento; por ejemplo, para que la ley disponga que los tuertos no puedan postular. Asimismo, la facultad de reglamentar el derecho a ser elegido, que el proyecto cita en la Convención Americana de Derechos Humanos, no puede ser usada contra derechos y garantías de la propia Convención. ¿Esa facultad de reglamentar el derecho a ser elegido, que admite la razón de idioma, acaso podría interpretarse como la posibilidad de prohibir ser elegido, por ejemplo, a quienes hablan aymara?
Si el caso de las ya vigentes restricciones para ser candidato y el propuesto llegaran al sistema interamericano, la Corte IDH los declararía contrarios a las obligaciones peruanas en materia de derechos humanos. No sé si las transgresiones en las que ha incurrido el Congreso son las que han llevado a la bancada de Fuerza Popular a proponer que el Perú salga de la competencia de la Corte, precisamente.
Específicamente, en relación con las formas de invalidar a determinados candidatos potenciales que se levantaron en armas, conviene añadir a las razones jurídicas una de tipo político. Quien quiere excluir de la competencia electoral a una fuerza determinada, pequeña o grande, se equivoca. Como en definitiva se equivocaron quienes valiéndose de la condición de “partido internacional” del aprismo con una argucia constitucional le impidieron participar en el juego democrático durante largo tiempo. El aprismo subsistió y llegó al gobierno.
La democracia es inclusiva y su alto valor reside en la capacidad que tiene para hacer lugar también a quienes buscan destruirla mientras no recurran para ello a la violencia. Si no es así, la democracia pierde valor y quienes predican contra ella cobran fuerza.
Probablemente el clima de fervor “antiterruco” que ha sido creado por los medios de comunicación –sobre la base del temor ocasionado por los actos terroristas– alienta el coro irracional que clama por la muerte civil de quienes, por buenas o malas razones, equivocados o no, arrepentidos o no, tomaron las armas contra el Estado. Al arrinconarlos cada vez más y excluirlos del trabajo y de la competencia política están confirmando su opción inicial que asumió que para ellos no había lugar en una democracia que calificaron de falaz. Es este un peligrosísimo error político que el país puede pagar muy caro.