La pregunta retórica que Mario Vargas Llosa puso en boca de su personaje Santiago Zavala en el primer párrafo de Conversación en La Catedral –que en el texto es: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”–, se ha hecho no solo internacional y aplicable a diversos países y múltiples situaciones sino que es empleada por muchos que no han leído al Nobel.
“Él era como el Perú”, piensa el protagonista de la novela, “se había jodido en algún momento”, pero quizá lo que más importa es su razonamiento conclusivo: “El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución”. Es lo que deben estar pensando muchos peruanos hoy, casi cincuenta años después de que se publicara la que acaso sea la mejor novela de Vargas Llosa, o cuando menos la que mejor aborda el drama peruano.
La ocasión de retomar a Zavalita ha sido proporcionada este mes por la revelación de una serie de audios –instrumento que junto a los vídeos constituye el par de recursos preferenciales en la política peruana desde hace dos décadas– según los cuales altas autoridades del sistema de justicia traficaron con nombramientos y decisiones judiciales. “Asegurar” el nombramiento de un fiscal requiere diez mil dólares. Y, aunque no se conoce el precio, la absolución de un condenado a treinta años de prisión por violación de una menor es algo negociable por teléfono con un juez supremo. El presidente de la Corte Suprema acuerda telefónicamente reunirse discretamente con la líder de la oposición Keiko Fujimori, pese a que en la sala que él presidía se ventilan asuntos penales en la que ella está implicada. Como resultado, este mes cuatro de cada cinco encuestados por Ipsos desaprueban a la justicia. El asunto es tan grave que sugiere reformular la pregunta clásica, para estar en condiciones de dar el salto de la ficción a la realidad: ¿cuándo se pudrió el Perú?
Con varios expresidentes que protagonizan expedientes judiciales –Fujimori indultado pero procesado por otro caso de asesinatos y desapariciones forzadas, Toledo con orden de extradición en trámite internacional, Humala en libertad bajo cargos, García y Kuczynski con procesos de investigación abiertos– es muy alta la tentación de atribuirles el origen de la actual metástasis. Incluso remontarse a las redes de corrupción que administró el consejero presidencial de Fujimori, Vladimiro Montesinos, en la década de los años noventa, puede ser atrayente.
No obstante, cualquier respuesta que remita al pasado inmediato puede ser descaminada. En los últimos años del siglo XIX, don Manuel González Prada detectó la putrefacción y escribió: “el Perú es organismo enfermo: donde se aplica el dedo brota pus”, premisa sobre la cual propuso una refundación drástica del país: “La lepra no se cura con guante blanco”. Fundador de una tradición radical en el Perú, a cien años exactos de su fallecimiento puede afirmarse que su prédica no tuvo éxito; aunque pareció proyectar su influencia cuando fue adoptado como maestro por el aprismo de Haya de la Torre, que finalmente prefirió la domesticación a la rebeldía. Se ha adjudicado a González Prada la calidad de inspirador de un modo de ver el país cuyo último representante notorio fue Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso.
El país ha sido penetrado por la corrupción desde hace siglos, no décadas, según documentó el historiador Alfonso Quiroz. No obstante, parece cierto que en los últimos años han ocurrido dos variaciones importantes. La primera es la generalización del fenómeno; la segunda es su normalización mediante la aceptación social, entusiasta o simplemente resignada.
La generalización ha sido posible mediante la construcción de un sistema de redes inestables que reparten favores y prebendas, administran castigos –en el extremo, a cargo de sicarios– y en definitiva son casi indispensables para obtener un servicio público o privado y para que un derecho ciudadano sea reconocido. El “a quién conoces” –que en el país siempre tuvo importancia singular– ha pasado a ser “cuánto hay que pagar” para ser beneficiado por decisiones de poca o mucha monta, no importa que al efecto se cuente o no con argumentos legales.
El sistema no es propiamente mafioso. Primero, porque no hay “capos” al frente de él; surgen coordinadores de circunstancia en cada lugar institucional y para cada ocasión. Segundo, porque está integrado por unidades que se eslabonan versátilmente: hoy se es “socio” de alguien que mañana puede estar en el lado opuesto en otro “negocio”. De particular interés en esto resultan las conexiones políticas de las redes, que son por completo variables, guiadas solo por el más recio pragmatismo: para este asunto se puede establecer un vínculo con este grupo y para este otro conviene relacionarse con uno distinto, opuesto al anterior.
El congreso se ha convertido en un mercado de estos intercambios. Que mantiene el rasgo de la inestabilidad oportunista de las relaciones, pese a que a han llegado a él “representantes orgánicos” de grupos de intereses ilícitos, entre los cuales los más benignos son los de universidades privadas que expiden títulos sin exigencia alguna, los de malevolencia intermedia pertenecen a la minería ilegal y los peores defienden actividades como el tráfico de drogas y la trata de personas. Muchos “padres de la patria” han sido denunciados por delitos que llenan buena parte del código penal. Sin embargo, las redes los desembarazan de cualquier dificultad, salvo de la desaprobación ciudadana que en julio llegó a 72%, según Ipsos.
Hace algún tiempo, debido a intereses varios, Hernando de Soto promocionó la idea de que el problema nacional residía en “la informalidad”, haciéndola equivaler a la ilegalidad. La clave para reorganizar el país, sostuvo, giraba en torno a facilitar la formalización de las actividades informales. Se perdió de vista que informalidad y formalidad están íntimamente conectadas por circuitos económicos en los que se complementan. Y que, por cierto, los actores de ambas economías recurren –en ocasiones, de la mano– a las redes para lograr sus objetivos.
El desarrollo de las redes, a modo de una gangrena, descompuso primero comportamientos y relaciones. Los impresionantes casos de violencia contra la mujer que el Perú presencia en esta época son el ejemplo más ilustrativo de esta tendencia degenerativa, que se expresa no solo en los actos violentos sino en su ocasional impunidad. Pero lo que ha saltado a la luz en estos días acerca de las autoridades del sistema de justicia prueba que la metástasis ha llegado a las instituciones.
Luego de conocidos los primeros audios del escándalo judicial, se produjo casi espontáneamente una movilización en Lima, seguida por otra una semana después. Resurgió allí con vigor el ya clásico “Que se vayan todos”. El gobierno de Martín Vizcarra reaccionó con rapidez pero echó mano a un recurso algo desgastado: nombrar una comisión, que en este caso debe proponer ¡en doce días! medidas encaminadas a lograr una reforma integral del sistema de justicia. Pese a las calidades de los siete integrantes designados, es de temer que el impacto efectivo de su trabajo sea limitado. Lo probable es que esta enésima comisión sobre el tema de la justicia –la primera fue nombrada en el Perú hace más de cuarenta años– entregue un informe y unas propuestas destinadas a algún archivo. Esto ha ocurrido demasiadas veces.
Los escándalos han reavivado la indignación ciudadana, que no parece fácil de aplacar por la sucesión de renuncias en las altas esferas –incluida la de Salvador Heresi, el menos presentable de los ministros– y una primera detención. Ese es el marco en el que el Perú se encamina a conmemorar, dentro de pocos días, el aniversario 197 de su independencia. En el amargo trance actual, los peruanos intentan aferrarse a algo que devuelva valor al país y haga recobrar sentido a la expresión colonial “Vale un Perú”. Pero lo buscan en algo que sea actual –es decir, no los incas o Machu Picchu–, sea la calidad de su comida o, más recientemente, el rendimiento de la selección de fútbol en Rusia, con un equipo constituido casi íntegramente por jugadores que se han ido al extranjero para obtener reconocimiento y éxito.