Si el orden existente deja fuera a la mayoría, si somos más quienes quisiéramos vivir en un mundo distinto a este, ¿cómo explicar que, en definitiva, la lucha política y social esté siendo crecientemente ganada en varios países por quienes buscan evitar cualquier cambio?

Una respuesta a considerar en las condiciones actuales consiste en que, mientras los inconformes aparecemos divididos en muchas trincheras que se comunican ocasional y débilmente, quienes intentan mantener las cosas como están –e incluso regresarnos a épocas que creímos haber dejado atrás– tienen un programa común que esgrimen en muchos países y diversos escenarios. Por eso estamos perdiendo la llamada “guerra cultural”.

En esa guerra se enfrentan no dos adversarios, cada uno con una visión de lo que quiere. En la realidad hay un contendiente que tiene una visión clara y homogénea frente a otro que tiene diversas propuestas que ni siquiera se ha buscado armonizar o hacerlas compatibles.

Contestatarios vs. conservadores

Durante mucho tiempo se llamó “izquierda” a quienes querían cambiar el mundo y “derecha” a quienes se les oponían. Esa caracterización situaba a los conservadores en una posición defensiva que no es la que tienen hoy, con una plataforma agresiva que busca revertir todo aquello logrado por sus adversarios a lo largo de luchas sociales y políticas.

Los conservadores saben lo que quieren. Un tema central es aquello que llaman “la defensa de la familia”, rubro bajo el cual atacan la igualdad entre hombres y mujeres; reclaman para los padres un papel central en la educación de sus hijos, esto es una suerte de privatización de contenidos que cancela la búsqueda de formar ciudadanos para una vida en común; combaten el derecho al aborto, incluso cuando la víctima es menor de edad o ha sido objeto de una violación; se oponen a otorgar forma legal a parejas del mismo sexo y, por supuesto, a la posibilidad de que adopten niños; y luchan contra el reconocimiento de los derechos de los homosexuales.

Esta plataforma es levantada en diversos países con variaciones mínimas en uno u otro. Esto no es casual: agentes de una especie de internacional reaccionaria llevan el programa común, principalmente desde Estados Unidos a Europa o de Argentina a varios países de la región. Y han logrado reunir tras ese programa a sectores que durante siglos congeniaron poco; católicos y evangélicos, por ejemplo, que en el Perú marchan juntos bajo la pancarta “Con mis hijos no te metas”.

Una izquierda que se fue

En el otro lado está el recuerdo de la etiqueta “izquierda”, que ha ido despintándose bajo los efectos del llamado “socialismo realmente existente” que, en su nombre, construyó sociedades autoritarias en las que las libertades cívicas desaparecieron o quedaron aprisionadas bajo controles férreos. Como resultado, quienes en otro momento impugnamos el orden social desde una mirada de izquierda hemos caído en la orfandad y el desconcierto.

Además, la izquierda quedó aturdida –y aún no se recupera– por una transformación de aquel mundo capitalista en el cual Marx había adjudicado al proletariado el papel de sujeto principal del gran cambio. El proletariado ha perdido peso relativo en las sociedades desarrolladas y nunca lo alcanzó en las subdesarrolladas; los sindicatos han sido cooptados por el capital, se dedican a la defensa de los logros de sus bases y no tienen preocupación alguna por el resto de la ciudadanía que, precisamente, constituyen la mayoría.

Los trabajadores se han diversificado y la mayoría de ellos no son “proletarios” que dependan de un patrón. En consecuencia, sus demandas y reivindicaciones –que las tienen y con frecuencia son muy importantes– no son homogéneas. El trabajador por cuenta propia no requiere lo mismo que el pequeño comerciante; ninguno de los dos comparte un pliego de reclamos con un trabajador eventual ni con el vendedor ambulante, al tiempo que los “informales” constituyen en el caso peruano tres cuartas partes de los trabajadores.

Heterogeneidad de los contestatarios

Entretanto, los movimientos sociales que cuestionan el orden existente se han lanzado en diferentes direcciones que no convergen. Unas defienden los derechos de la mujer, propugnan la igualdad entre los sexos y dedican esfuerzos a combatir la violencia contra la mujer. Otros están empeñados en la defensa de los derechos humanos. Los movimientos a favor del medio ambiente reclutan a otro sector. Otros más se dedican a afirmar la agenda LGTBI. Y, además, hay quienes están empeñados en afirmar los derechos de los animales u oponerse a la globalización. Y la lista sigue, atomizando crecientemente a los contestatarios.

Todos ellos pueden ser considerados como movimientos contestatarios en cuanto cuestionan una porción determinada del orden social existente. Y algunos de ellos llevan ese cuestionamiento a niveles de radicalidad que van más allá de algunas reformas y, en efecto, tocan ejes del ordenamiento social. No obstante, el haberse hecho cargo de una trinchera sectorial que no se comunica con otras, ni intenta levantar con ellas un programa común, los lleva a desembocar en movilizaciones limitadas, que padecen una incapacidad de convocatoria masiva.

A menudo, llamamientos y consignas de estos grupos se dirigen a los ya convencidos y desatienden la tarea de llegar a los más. En esa dirección se llega, en ocasiones, a niveles de radicalidad que resultan incomprensibles para quienes no están en su dinámica, que son la mayoría de la población.

Así, mientras la conservación del orden cuenta con grupos que, pese a que puedan responder a una preocupación principal, levantan con otros una plataforma conjunta, la impugnación de ese orden se encuentra desperdigada en una multiplicidad de acciones, cada una de ellas insuficiente para ser eficaz.

El resultado de ese balance de fuerzas es que los conservadores ahora tienen las de ganar porque han sabido poner de lado diferencias con el objetivo de presentar un frente unificado contra quienes cuestionamos el estado de cosas. En cambio, las fuerzas del cambio aparecen divididas, centradas en nuestro propio público y, en los hechos, despreocupadas de atraer a las mayorías que a menudo no logran entender claramente qué pretenden. Esa es nuestra debilidad.

Y ese paisaje es aquel en el que los conservadores están avanzando y cosechan triunfos no mediante acciones armadas sino ¡por la vía electoral! La hegemonía de Bukele en El Salvador y la victoria de Milei en Argentina son señales importantes en la región. Y la posibilidad de que Trump vuelva a presidir el gobierno de Estados Unidos puede llevar a un cambio de ciclo en el mundo. En ese paisaje estamos ahora.